ESTADOS UNIDOS, BIENVENIDOS AL TERCER MUNDO
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ACTUALIDAD  //  Publicado el 19 de enero de 2021  //  17.00 horas, en Bogotá D.C.

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Fue un estertor inesperado y de difícil abordaje reflexivo esto de la asonada e intención de dar un golpe institucional en lo que siempre se ha supuesto es la capital mundial en democracia: el Capitolio de Washington. No se ignoraba que el hasta hoy presidente seguiría luchando hasta el último aliento político y administrativo sobre sus convicciones frente a un proceso para él irregular en la elección presidencial del pasado noviembre. Una conspiración, ha sostenido Donald Trump, que salió airosa en la intención de arrebatarle su condición de inquilino de la Casa Blanca. Pero la zancadilla de circo pobre, al tiempo que macabra al desarrollo normal del traspaso de poder, salió tan mal para los intereses del demandante presidencial que resultó ser un disparo en el pie. No solo en lo simbólico sino en lo material: una cifra de cinco muertos durante los incidentes, cuatro al menos dentro de la sede del legislativo. Eso resulta un costo demasiado alto para la credibilidad del constructo democrático y para el prestigio de los Estados Unidos en el marco también tanto simbólico como concreto. Esto sin contar las derivaciones que deja el exabrupto de los radicalizados seguidores del radical mandatario en retirada. Ahora, el ya casi ex presidente deberá afrontar juicios no solo políticos, también de responsabilidad y de opinión definitivos para su presente y futuro. Lo ocurrido hace quince días en la capital del país hegemónico es nuevo en sus dimensiones pero no en los antecedentes. Son trazas y nudos de barbarie como rémora de una cierta mentalidad tercermundista que hace similar a los Estados Unidos -al menos a una parte importante de esa sociedad- con el despreciado y minusválido universo de los países atrasados y autoritarios. La censura a la libertad de expresión iniciada por Twitter y seguida por otras redes es una de las facetas de tal rémora. La estética puede ser una clave hermenéutica para descifrar ciertos fenómenos de la antropología. Mafalda define a un tipo de gente clásica de la clase media argentina. El cine de los Estados Unidos también habla de paradigmas culturales que son distintivos de ese país.

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Escribe: Néstor DÍAZ VIDELA

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Las presiones de los legisladores adversarios han seguido también hasta el instante límite las intenciones de interrumpir los días que le quedaban de mandato al acorralado presidente, lapso que ahora ya parece agotado. La intención clara y concreta de sus adversarios políticos, los del partido adversario y los de su propio campo, es cerrar la posibilidad de que vuelva a intentar un eventual regreso. El que fue asesor del demócrata presidente William Clinton -Dick Morris- ha dicho en reciente entrevista radial que las maniobras realizadas por los operadores de Joseph Biden para aumentar votos e imponerse sobre Trump pueden no haber sido legítimas, aunque fuesen legales. Al menos un 70 por ciento de los opositores de Biden consideran que no es un presidente electo que haya salido de las sospechas por el resultado electoral. En la misma línea de sondeo, casi un 50 por ciento de los encuestados rechaza la figura y gestión de Trump, además de sus excesos autoritarios y desafiantes.

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No es sobre el vacío el temor en lo que hace a las intenciones de retorno del demandado, como para descartar esa posibilidad. Es así aunque los cervales contradictores de la agónica gestión no tengan esperanzas para avanzar en tal propósito. La también hirsuta militancia demócrata de buenos modales quiere sangre presidencial, sangre en sentido metafórico por supuesto, pero sangre al fin. No quieren que Trump tenga opciones de disputarles de nuevo la preeminencia refinada en el trato, pero que a veces suele ser tan brutal como aquello que condenan. Si se impugna esa brutalidad explícita e innegable en Trump, también debería señalarse esa otra brutalidad retaliatoria, como lo es el censurar y silenciar la voz presidencial en el fértil espacio de las redes sociales. La aprensión de los demócratas en los avances también autoritarios contra el vapuleado ocupante postrero de la Casa Blanca es tan evidente que ya no requiere de mayores precisiones.

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Son los excesos de respuesta que aparecen en los hechos, los que están a la vista y profundizan la fractura profunda y expuesta de la sociedad norteamericana. Los demócratas no solo ripostan la variante pugnaz de esos otros no pocos norteamericanos, ahora en carne viva y representada por Trump durante su gestión y antes de esta, sino contra la circunstancia cierta de que el repudiado presidente recogió más de setenta millones de votos en la elección que perdió. Eso torna pírrico el triunfo y ascenso de Joseph Biden, aunque su volumen de votos por encima del vencido no admita discusiones sobre la legalidad de su cuestionada victoria. La condición de república bananera que con sorna se le endilga a los Estados Unidos, con base en la asonada que tuvo por escenario el recinto de sesiones y casa del poder legislativo, no admite otra cosa que la reflexión calmada por las derivaciones de esos hechos inéditos. Aunque nada novedosos en la potencialidad de violencia e historias previas sobre tal capacidad represada que ahora de nuevo saltó a la escena.

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Potencialidad que fue activada promovida e impulsada, entre otros cuadros sumados a lo largo del mandato, por el dedo nervioso del presidente Trump sobre el teclado de la plataforma Twitter. Pero la movilización y asalto a ese recinto legislativo que es emblemático, va más allá que una ola salvaje y caricaturesca de un ángulo de la mentalidad de no pocos norteamericanos. Esos que en principio con disfraces alegóricos podrían haber sido personajes de cualquier serie de la épica propia de los Estados Unidos -demostrativas de una cierta mentalidad de alta agresividad aunque con relato justiciero- si no hubiese terminado en tragedia escénica como en efecto ocurrió. La gestación de la situación no fue espontánea sino fruto de un largo ciclo de maduración cristalizada. La llegada de Trump a la Casa Blanca no hizo más que acelerar el renacimiento de esos imaginarios y, sobre todo, de una mentalidad. Es una secuencia radiográfica de aquello que se ha llamado el Destino Manifiesto.

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Hace algunos años la aparición del casi olvidado Tea Party en el partido Republicano, como facción radicalizada de extrema derecha, fue la anunciación de esto que ahora hizo eclosión. Tampoco se debe pasar por alto que un Rambo, el taxista justiciero de Robert de Niro (“Taxi driver”), o el “Serpico” de Al Pacino, no son personajes casuales en las variantes de la aludida épica norteamericana. También lo señala esa manera de comportarse ante todos, como lo es la venta libre de armas en tanto faceta principal que caracteriza a un conjunto y asimismo en las frecuentes masacres de asesinos solitarios y obsesionados. Todo ello conforma la expresión firme de una manera de ver la vida y el mundo. Esos duros estereotipos son parte natural del paisaje antropológico de los Estados Unidos. Tanto como también lo es Homero Simpson en su simpleza cotidiana y como parte de una familia en carrera hacia la sofisticación. Es eso lo que se vio hace pocos días como otro golem de violencia potencial o explícita que anida en espacios sociales reconocibles, no solo entre los racistas excluyentes.

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Una sociedad con individuos que pueden conformar colectivos pugnaces hasta el límite de lo inaceptable, que están ahí aunque por décadas permanezcan semiocultos. El gigantesco caudal de votos obtenido por Trump tanto en la primera como esta segunda elección habla por sí mismo de lo descrito. La mentalidad, afirma Fernand Braudel, define una manera generalizada de un grupo humano para afrontar la vida, a diferencia del imaginario que es la respuesta conductual ante circunstancias y exigencias de adaptabilidad. La mentalidad es el “caminado” de un pueblo, la Weltanschauung * que identifica a la personalidad de conjunto. Esta es de larga duración y de muy difícil reforma y reconstrucción, cuando se presenta como generadora de problemas. Esa visión de mundo está amarrada a la idea calvinista de que el “perdedor” es despreciable y dejado de la mano de Dios. Para un hombre del común norteamericano, anglosajón y de raíz cultural protestante, la expresión “losser” es más ofensiva que aquella que pretende excluir a alguien que no ha conocido a su padre.

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La historia y una buena parte de los personajes emblemáticos de los Estados Unidos son una galería de evidencias de esa manera de mirar y relacionarse con el entorno. Trump llamó a la carga para triunfar en 2016 a quienes habían quedado lastimados por la globalización y contra los advenedizos muchachos que apostaron con éxito por la nueva ola económica a lomo de las suaves industrias digitales. Aquellos postergados de las grandes zonas rurales herederos de quienes habían construido los Estados Unidos que conocimos hasta hace poco, pasaron a ser postergados y de segunda. Eran aquellos que “hicieron grande a América” y apoyaron a Trump. El presidente hizo culpables del retroceso en liderazgo de los Estados Unidos, a esos otros “blandos” aparecidos después de la Guerra de Corea, con sus pretensiones de globalización, éticas relativistas y corrientes tecnológicas que despreciaban la industria extractiva clásica, por depredadora y contaminante. Esos mismos cuyos padres escaparon al reclutamiento cuando fue la hora de Vietnam. En esa misma lógica resulta explicable la oposición de Trump a las políticas medioambientales.

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Dicho en lenguaje de matarrelato, el presidente saliente llamó a cargar contra quienes miran con desdén y de soslayo a los rambos, los superman y los linternas verdes. Eso en el marco de las tres grandes inflexiones históricas recientes de los Estados Unidos: la catástrofe de las torres gemelas, la crisis económica de fines de la década pasada y cierta resignación de una clase dirigente -de la que sería parte Joseph Biden- para delegar en algún otro país desafiante el liderazgo en baja norteamericano. Trump culpa a todos ellos de la decadencia. Eso para un hombre como Trump y como quienes lo siguen es una manera inaceptable de reconocer sin más el ascenso de las hegemonías emergentes, desafiantes de la primacía de más de medio siglo del país que los ha representado. Aquello del eslogan de campaña “America first”, no fue casual. La globalización que encabezó Estados Unidos por parte de los “conspiradores” -en particular de los demócratas tibios- generó la repulsa del eje de la visión de mundo tradicional de los Estados Unidos. Eso fue el triunfo republicano de hace 4 años.

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Tal sentimiento y compulsión a la “acción directa,” como se diría en los términos del fascismo clásico, es el resultado del para nada despreciable flujo de sufragios que obtuvo el Trump derrotado, de su denuncia de fraude y del “putsch” en el Capitolio. Hubo maniobras de gran sofisticación por parte de los demócratas para impedir el triunfo que se esperaba para las consignas de Trump, y así estas resultaron insuficientes para la aspiración reeleccionista. Eso ayudado por los desvaríos y desatinos del mismo Trump, acumulados durante su paso por la Casa Blanca. Pero su fuerza electoral seguía intacta, como quedó en claro, y afinaron la puntería para que no ocurriese lo que le sucedió a Hillary Clinton. Tales maniobras no son ilegales y no es extraño ese mover los hilos por debajo de superficie en la historia norteamericana. Hubo un pasado no tan distante de conspiraciones para asesinar presidentes y desviar la atención sobre los autores. La propia manera de de terminar quién será el mandatario por encima del voto popular y a través de un Colegio electoral deja espacio para especular sobre esas nada infrecuentes conspiraciones.

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Aquellos que vieron la película de Stanley Kubrik -la última, previa a su extraña muerte- que se universalizó en español bajo el nombre de “Ojos bien cerrados” entienden de qué se está hablando. Otro detalle no demasiado lejos en esto de las conspiraciones de peso específico en la potencia norteamericana, ocurrió hace 20 años. Fue la elección gris en la Florida para que el republicano George W. Bush fuese el presidente, en lugar del demócrata Al Gore, quien habría ganado una elección que después le fue negada mediante otro “putsch”: el de la decisión en la justicia. En un país donde la historia está plagada de grandes manipulaciones por debajo de la mesa, es atinado hacer alusión a ellas, por ser parte de lo consuetudinario en una mentalidad arraigada. El simbolismo esotérico del dolar norteamericano dice que eso es un sello de marca en la referida mentalidad. En otras palabras, esto que ha ocurrido en los Estados Unidos no es nuevo aunque sí más escandaloso y con aire de despreciable tercermundismo, además de evidencia impresentable de una rémora cultural.

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Es bueno recordar que en 2015 una Cristina Fernández, vencida en las urnas, se negó a asistir a la posesión de Mauricio Macri y tampoco quiso entregarle los símbolos del mandato presidencial. Ahora Trump hará lo mismo con su sucesor, en un país donde se suponía que había dejado el atraso hace más de un siglo. Ocurre que esa mentalidad vergonzante marcha a un ritmo diferente al imaginario del frenesí propio del desarrollo tecnológico. Nada más representativo, aunque no como ejemplo aislado en América Latina, de esa mirada anacrónica y de su desprecio a la institucionalidad, así como también de los derechos que Occidente demoró tantos siglos en construir e instaurar. El espectáculo circense al tiempo que trágico que ha mostrado la gestión de los Kirchner, ahora de nuevo en el poder de la Argentina, así sea en cuerpo ajeno, nos dice de lo peligroso que es jugar con el golem. En todo caso. sean bienvenidos los Estados Unidos ahora de regreso al universo sombrío del Tercer Mundo, si es que alguna vez estuvieron por fuera (aresprensa).  

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VÍNCULOSTRUMP, ¡ESTÁS DESPEDIDO!  // HALF A CENTURY OF THE CGT  //  GUERRA EXTENSA EN EL CÁUCASO  //  GOLPE A LA SEGURIDAD  //  COLOMBIA, LA CONSPIRACIÓN 

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