EL CORONAVIRUS II
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EL CORONAVIRUS II


Es cierto, y tal como lo señaló algún pensador alguna vez, es en las grandes crisis que asoma lo mejor y lo peor de los seres humanos.  En la vida cotidiana esa certeza de perogrullo y se hace ahora evidente, pero lo es mucho más cuando el personaje que aparece como notable en la señalada dualidad debe conducir al Estado y a  la sociedad. Donald Trump, Jair Bolsonaro o Daniel Ortega son una parte de la ecuación. Otros en similar nivel son parte de la otra, por fortuna para muchos. Los dos primeros, de acuerdo  con sus demonios ideológicos, han optado por la respuesta más dura ante la crisis: es más importante cuidar las cajas y la actividad productiva que alimenta las cajas, además de las cuentas bancarias. El otro, o mejor los otros, porque el presidente mexicano cambió el rumbo que alentó hasta hace pocas horas al mantener una línea cercana a la de Trump y Daniel Ortega, dejaron de lado una inmediata “opción por los pobres”.

Escribe: Rubén HIDALGO

En este caso por la vida de los pobres en su choque frontal con la pandemia. El presidente mexicano y así como el nicaragüense dejaron en un primer momento que siguiese la actividad económica y en segunda línea quedaron las precauciones por la vida de sus gobernados. Aunque, debe señalarse, esto tiene también una lógica dura que permite entender lo inexplicable. No todo es insondable en tal elección por parte de estos gobernantes, pero sí es claro que la tragedia acecha en general y sin  respeto de pelambre, cualquiera sea el rumbo tomado. Esa sombra sólida está ahí nomás, a la vuelta de la esquina e incluso golpeando en las puertas de la cuadra, con su previa e invisible capacidad e daño, sin respeto de edades porque en algunos países en contradicción con la estadística ponderada son los jóvenes las víctimas.

Estados Unidos muestra el pico más acelerado de contagio, once mil en un solo día, tomado ese de manera arbitraria en las últimas jornadas, sin que haya a la vista una certeza de hasta dónde ni el cuándo llegará el pico máximo que vendría pronto, tal como señalan los especialistas. Trump optó por priorizar la variable económica, al igual que lo hicieron el británico Johnson y el inefable Bolsonaro, hasta que cambiaron aunque tarde en el caso de estos otros dos. La razón es simple: se sabe que el sector más afectado son los adultos mayores y estos en buena parte ya están por fuera de las obligaciones de producción. Una suerte de mentalidad castrense durante cualquier guerra llega a suponer que los decesos posibles en ese segmento de edad, no son tan importantes como los que sobrevendrían para quienes están en las trincheras del trabajo.

El razonamiento tiene un toque siniestro, pero en términos de una racionalidad lineal es un argumento que al menos en esos gobiernos tiene explicación, aun cuando  la justificación aparezca débil para quienes odian las razones del capitalismo en su faz ortodoxa. La argumentación al respecto se llena de inferencias y se supone que también arrastra muerte  y pesares el que millones de personas se queden sin trabajo y centenares de miles de empresas quiebren. O que las administraciones de los estados más afectados deban derivar millones de fondos en auxilios a unos y a otros para un rescate de coyuntura ante la catástrofe. Si los viejos se mueren -esa es la racionalidad dura- los daños son menores. Esto no tiene en cuenta que, por ejemplo en Colombia, los segmentos en edad activa son los más contagiados.

Lo anterior a despecho de que las aún escasas cifras de fallecidos frente a las de contagiados y recuperados sí hayan sido parte de lo que suele llamarse “tercera edad”. En las jornadas previas la cifra de contagiados en Colombia arañaban los 700 casos, en tanto que los fallecidos superaban a ritmo lento la decena. Las cifras hasta el fin de la primera semana de cuarentena fueron similares a las que muestra la Argentina y las medidas de ambos gobiernos son similares. En Chile y Ecuador las cosas son bastante diferentes y los números, sobre todo en el centro del mundo ecuatorial, son mucho mayores. Tanto y más grave es la situación de Brasil que, al igual que los Estados Unidos y en principio el gobierno de Londres, optaron por priorizar la variable de tratar de parar el derrumbe de las cuentas en efectivo e inversiones y le hicieron mala cara a la posibilidad de la cuarentena obligatoria.

Eso en Brasil generó el rechazo de algunos gobiernos locales, como fue el caso de João Doria, el poderoso gobernador de São Paulo, quien fue aliado fuerte de Bolsonaro en el interés de desplazar a Lula da Silva y a su Partido de los Trabajadores del rol protagónico que ostentaron durante tres lustros en el escenario de la política brasileña. Los exabruptos del presidente carioca para ningunear el problema no merecen comentarios y en la desmesura se iguala con su contricante venezolano, Nicolás Maduro, para esta y otras crisis. La radicalización y el extremismo de las posiciones ideológicas en la hora de la tragedia no merecen mayores comentarios y ambos mandatarios rivalizan en dislates desde polos ideológicos opuestos. En tal sentido, merecen una mirada por fuera del rechazo en la emergencia la actitud de mandatarios como Alberto Fernández en la Argentina o Iván Duque en Colombia.

Las similitudes entre ambos no son caprichosas: en los dos casos se pretende atenuar el desastre económico que deriva de la peste en progreso, al tiempo que se busca atenuar el golpe a los más vulnerables, con ayudas de emergencia. Así es tanto en el caso colombiano como en el argentino. De igual forma para una macroeconomía sin salidas como lo es la Argentina, se intenta atender el cuidado de la vida y acudir a la emisión monetaria ante el cierre de los créditos internacionales, dejando para después lo que deje el cimbronazo inflacionario: para los dos jefes de Estado la vida está primero. Debe observarse que las distancias ideológicas entre estos presidentes aparece como inconciliable, pero están de acuerdo de forma tácita en la manera de afrontar la situación.  Lo que muestra México es bastante diferente. En efecto, fuentes cercanas a las lógicas folclóricas que manejaba el presidente azteca hasta hace pocos días apuntaban a mantener la subsistencia marginal de los trabajadores informales.

Eso en un país que tiene casi 130 millones de habitantes. La cifra es alucinante: 6 de cada diez mexicanos vive del trabajo en la calle, o casi. Esa movilidad laboral asegurada en la nada, salvo lo que se recoja día a día, aporta más de un 20 por ciento del Pib local. De esa concepción surge la pregunta: ¿cuándo se defiende la vida?; la disyuntiva es si lo hace la cuarentena obligada, o la voluntad de que la gente salga a la vía pública para pelear por las 4 monedas que logra, a veces, en cada jornada. Lo mismo podría decirse de Colombia donde la cifra de informalidad supera el 30 por ciento de la población -en algunas ciudades y regiones ese porcentaje está por encima- al tiempo que en la Argentina el trabajo en negro y por fuera de toda protección es, a secas, superior al 50 por ciento. Ese tejido de marginales excluidos de todas las promesas de la modernidad es más vergonzoso para los australes. Hace 40 años ese núcleo de argentinos excluidos no superaba el 5 por ciento (aresprensa).

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