EL CIUDADANO ÁLVARO URIBE
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El ciudadano Álvaro Uribe Vélez ha sido privado de su libertad con base en una  decisión de la Corte Suprema de Justicia del país que gobernó por dos periodos, hace una década, y por casi una década. Es este un episodio más dentro de un largo enfrentamiento de quien fue presidente de Colombia con la cúpula del poder judicial. El paso dado por sus adversarios togados era anunciado en la previa, con todas las consecuencias que se derivan de la decisión. Se debe acatar ese paso del sistema judicial porque nadie puede estar por encima de la ley y el ciudadano Uribe Vélez para el caso es uno más, aunque haya connotaciones especiales e históricas con su figura. Esas connotaciones que son políticas y de consecuencias estratégicas para el Estado del cual fue jefe, hacen que aquella determinación de mecánica judicial no sea inocente ni pueda desprenderse de un devenir imprevisible. Ese que  está más allá del proceso administrativo de la justicia y de la pretendida neutralidad de los jueces. Así lo señalan las opiniones que desbordan las redes y las declaraciones a favor y en contra, en el escenario de las corrientes polarizadas que se mueven en el país colombiano.


Escribe: Néstor DÍAZ VIDELA


En primer término y en lo inmediato, puede señalarse que nada hacía suponer que el ciudadano Uribe estuviese, en el momento, en condiciones de imprimirle a su proceso una dirección diferente del que lleva y en el que sufre la segunda consecuencia adversa específica. En segundo término, el peso simbólico, emocional y concreto que precipitó el aparato judicial con este paso no puede haber pasado inadvertido, antes, para el cuerpo de magistrados que produjo el úkase. De tal manera que los altos jueces en conocimiento de lo que ocurriría con la determinación emitieron un fallo también más político que jurídico, aunque este tenga una medida limitada ante lo que después suceda en el resto del trámite. La descarnada sevicia de los impugnadores del ciudadano Uribe que han presionado y alentado -aquí sí de manera indebida- este fallo provisional dice no de una victoria de la justicia y de su probidad posible y necesaria, sí en cambio de una venganza institucional explícita.

Hay muchas razones por las que la empoderada izquierda fanática y dogmática, que avanza en Colombia, odie al ciudadano Uribe. Pero las razones de ese odio pueden sintetizarse en un solo foco: la derrota militar que durante su gobierno hizo inflexionar a la subversión en su propósito de la toma del poder por las armas. Ello para imponer en Colombia una dictadura de remedo soviético y tropicalizada al estilo cubano, o peor aún de sinsabor venezolano, sin las restricciones y meandros constitucionales, a vencer por la empinada cuesta del derecho, como les toca hacer en el momento.  La arrogancia y el desplante acompañado de desprecio con que la conducción de los irregulares de la época -hoy con sus cabecillas ocupando posiciones de poder- trataron al presidente Andrés Pastrana cuando este les ofreció una rama de olivo durante su gestión, es un testimonio de la afirmación previa. El recordado Plan Colombia dejó en ese periodo a las fuerzas oficiales listas para la victoria posterior.

Aquella armada terrorista estaba por entonces doblegando al Estado en ecuación estratégica y la recomposición de la fuerza legal colombiana, aprovechando además la experiencia propia en terreno, permitió revertir aquel balance negativo en no demasiado tiempo, dentro de la añeja lucha. Si en breve lapso se logró cambiar el curso de la confrontación eso significó que antes de Pastrana y Uribe no hubo voluntad de estado contundente en alterar la indicada ecuación ni de alcanzar el resultado final que fue la señalada victoria. Un doblegamiento atípico del terror subversivo, si se utilizan términos técnicos y limitados a esa condición, en una  guerra asimétrica como la que vivió y vive aún el país. Todo eso ocurrió entre el final de la década de fin de siglo y la siguiente. Uribe se alzó con aquel rédito militar que fue trazado en los planes por la administración anterior. Tal es el eje del odio visceral de quienes sin armas pero con las mismas convicciones de disolución se alegran con esta nueva victoria táctica alcanzada en el plano judicial.

Porque la primera victoria de coyuntura después de la derrota en la batalla sobre el terreno la lograron en la mesa de negociaciones, con su manso caballo de Troya, que se les permitió alcanzar de  manera laxa, dada la interesada laxitud de quien estaba al otro lado de la mesa. En la guerra el confrontante que vence puede doblegar al enfrentado de dos maneras: aniquilación o negociación. “A enemigo vencido puente de plata”, dice un viejo adagio de los guerreros que prefieren perdonar al derrotado. Eso no fue un final del sonido de las armas sin vencedores, como dijo alguna vez el ciudadano Iván Cepeda suelto de cuerpo, haciendo eco simpático con la posición de los vencidos de la hora. Colombia eligió después como política de Estado hincarse ante la  subversión. Eso fue en sentido diametral opuesto a lo hecho en la Argentina, donde se optó por el aniquilamiento del confrontante subversivo con altísimo costo institucional. En Colombia se prefirió lo inverso incluso a costa del riesgo que se corría: dar vuelta  en la mesa el resultado de la batalla. Ha sucedido en otras historias y aquí se repitió. En la Argentina tampoco sirvió el aniquilamiento para que en democracia la subversión rediviva y el hampa a secas, volviesen contra el estado de derecho.

Ahora los nostálgicos de la violencia están ahí, en el Cono sur, empoderados. En Colombia, esos otros cómplices, o encuadrados de la misma línea subversiva aparecen también togados y operan a cara descubierta. No tienen por qué hacerlo de otra manera, el estado de derecho y el poder político que les da su posición dentro del dispositivo de justicia les permite hacerlo, a partir de esa gaffe que surgió en favor de la cúpula a partir de la reforma constitucional de 1991. Pero no dejan de ser, por jueces que sean y aparezcan como tales, compinches de quienes aspiran a  la disolución institucional, con un micro golpe de Estado como este,  que no ha sido el único de estos  altos cuerpos en tal dirección y línea de tiempo. Ya ocurrió de manera diametral y opuesta  con alias Santrich y con un favor alcahuete en el mismo proceso al ciudadano Iván Cepeda. En esta otra ecuación, es fácil advertirlo, se define la inclinación de la balanza desequilibrada de la dama ciega, sin las complejidades del lenguaje jurídico y la posibilidad de usar esa palabra especializada con sus melifluos planos de sentido, los que dan pie para hacer tartufismo. Eso que en Colombia se conoce  como “leguleyada” justificatoria de algo en que hubo pifia.

Las cortes piden respeto a cada momento e invocan una pretensión de majestad que se les debería reconocer y que perdieron hace ya demasiado tiempo ante la opinión y sensibilidad soberana de la  gente. Lo hacen con semblante cínico y a despecho de la multitudinaria voz de los colombianos que rechazan no solo esta decisión sino la seguidilla de tantos años de abusos en sus criterios de justicia interesada y amarrada a las apuestas  propias y a otras tanto o más sombrías. Los casos de corrupción que como generalidad se le endilgan al denominado “cartel de la toga”, podría decirlo todo al respecto pero las cosas van más lejos y se pierden desde antaño en el horizonte de la impugnación generalizada a todo el sistema judicial, aunque en especial a las altas cortes. En ese clamor están ausentes tanto quienes son favorecidos de circunstancia como el otro coro menor, pero de voz impostada: el de los impugnadores de la  democracia con sus corifeos a plena luz (aresprensa).    

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VÍNCULOS: DILEMA DE HIERRO Y PULMÓN  //  VUELVE EL TERROR MAPUCHE