COLOMBIA, MASACRES SIN FIN |
Los asesinatos masivos no son novedad en Colombia, menos durante el desarrollo de la confrontación interna que pareció aplacarse con la firma del acuerdo con las Farc. El vector múltiple de muerte indiscriminada permaneció allí, inmutable, en los campos colombianos y también en menor grado pero con idéntico saldo trágico en áreas urbanas y aledañas Tal vector ahora, además, aparece creciente y con virulencia, como una suerte de pandemia paralela dentro de las contradicciones sociales, políticas y de incontinencia delictiva que atraviesa al país en partes estratégicas de su territorio. Ello si es que pudiese existir una porción territorial que no sea importante dentro de esta sangría que nadie parece tolerar, pero que sigue. En el año que corre informes y estadísticas acreditadas señalan que hubo unas 40 -en números redondos porque las estadísticas no están ajustadas- de estas acciones de homicidio múltiple, con un saldo de casi 150 víctimas. Ese ciclo mortal es más amplio si se lo considera| dentro del bienio del gobierno de Iván Duque. Aunque desde el plano oficial se busquen justificaciones y explicaciones enfáticas al respecto, lo cierto es que en la sumatoria de tragedias colectivas la imagen que proyecta el país es el de una incapacidad estatal manifiesta para poner coto a las masacres. Así es que lo ingobernable pasa a ser de nuevo una forma de normalidad perversa en el seno de una sociedad que pretendió hacer el esfuerzo de construir una paz que ahora y como se anunció de forma constante, se manifiesta esquiva.
Escribe: Rubén HIDALGO
Pero no toda la tragedia continua se le puede achacar al gobierno ni al Estado por desidia o incapacidad, que es evidente, porque lo que ocurre al no ser reciente ni siquiera excepcional exige mirada transversal, puesto que allí están los sectores armados ilegales que son señalados, ahora y en primer término, como responsables principales. Tampoco es certero aquel globo acusatorio, a veces difuso pero con claras intenciones y con deriva siniestra, por parte de algunos de los opositores verticales de la actual administración sobre los sospechosos reales de los asesinatos masivos. Existen grupos sediciosos, ampliados en número y en general vinculados no solo con el terrorismo, y en particular con el narcotráfico, que ganan con la zozobra que genera para el país la seguidilla de muertes. Las más recientes mantienen en escena el escalofrío que producen estas víctimas sumadas en las última semanas: casi todos adolescentes.
En la mayoría de los casos ninguno de los jóvenes asesinados aparecía a primera vista comprometido con actividades ilegales, en su mayoría eran estudiantes y en algunos de los crímenes hubo sevicia y barbarie, más allá del hecho mismo de la salvajada que significa matar a muchachos y chicas desarmados, en indefensión absoluta. Lo que al tiempo habla por sí mismo del nivel de cobardía y degradación de los victimarios, que tampoco es nueva. La respuesta ahora, más allá de las declaraciones tardías y postactivas, tanto como ampulosas que surgen de la voceria oficial, apunta a no solo esclarecer y capturar a los culpables o neutralizarlos, sino también a evitar repeticiones, en particular cuando existen alertas tempranas como ha ocurrido en algunos de los casos. Además, y en especial, a adoptar medidas que garanticen no solo la seguridad en lo inmediato sino a lo largo del tiempo que viene para aclimatar de una vez por todas la tranquilidad.
La que se necesita para una población amenazada de manera constante y en aumento por los sectores vinculados con la actividad armada y las economías ilegales. Los departamentos de Nariño y Cauca, en el sur colombiano, son un escenario de constantes perturbaciones cuya evidencia más irritante es la adición permanente de víctimas de un conflicto fantasmagórico y sin sujetos fácilmente identificables, en trazas trágicas que se cruzan. Ya ni siquiera el metarrelato ideológico sirve para darle un cariz igualmente repudiable y repugnante, pero que en el inmediato pasado al menos aparecía con una máscara ideológica para justificar las masacres injustificables por principio. Incluso está fuera del tiempo aquella argumentación reivindicativa, o de ajuste de cuentas aunado al desafío impugnador a la institucionalidad, que señala que la violencia se explica como “partera de la historia”.
criminales a secas.
Esos últimos, dedicados asimismo al negocio de narcóticos, metales preciosos y en algunos casos enemigos de aquellos que también son narcotraficantes, pero se ocultan aún en máscaras ideológicas con las que pretenden expiar su máxima deshumanización. Aunque los sectores pugnaces de superficie y en oposición vertical al gobierno y al Estado siguen llamando a estos otros grupos como “paramalitares”, no lo son en evocación a aquellos que contribuyeron a ensangrentar al país en las décadas pasadas. Sirve sí para la ficción política y la condena serial. En el cuadro de complejidades violentas que se viven en el sur del país se mezclan, además de las referidas, otras pugnacidades que refuerzan los factores principales. Las tensiones entre afrodescendientes y comunidades indígenas es parte de ese aporte gris a la confrontación. También lo es el hecho de que hay personajes de esas comunidades étnicas que participan tanto del negocio vil como de los sectores enfrentados.
Otro vector de violencia ciega es la disputa por el favor de los dispuestos a denunciar a los violentos armados. Unos y otros dan respuesta mortal sobre quienes sospechan que colaboran o denuncian a los victimarios. La salvajada busca controlar mediante el silencio, fruto del terror, la impunidad que necesitan los armados y sus actividades tan oscuras como trágicas. Las denuncias a las autoridades, o la delación contra unos y otros cuando se cruza la barrera del miedo, pasa facturas letales con razones o sin ellas. Las listas de futuras víctimas se hacen y pasan entre personas y grupos, con la sentencia anticipada. Esto ocurre desde la muerte del famoso alias Guacho, hace ya casi dos años. Las otras pugnacidades ancestrales y latentes salen a flote en la secuencia de venganzas enlistadas, también cruzadas y nunca saldadas. En las últimas jornadas hubo otras dos decenas de víctimas en distintos puntos del país y nada da señal cierta como para que, por ahora, la macabra suma se detenga (aresprensa).
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