VETERANAS LEYENDAS EN PANTALLA |
PATRIMONIOS CULTURALES // CINE Y ARTES ESCÉNICAS // Publicado el 30 de septiembre de 2021 // 10.30 horas, en Bogotá D. C.
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Acaba de estrenarse en Sudamérica, incluida Colombia, una película atractiva no por su contenido sino por la conjunción de estrellas
que no siempre aparecen en una sola producción. Se trata de Morgan Freeman, Robert de Niro y Tommy Lee Jones, tres grandes de la industria de Hollywood, viejos por viejos y por recorrido en pantalla y consagración.
Los dos primeros cargados de premios, sin excluir el Oscar, y Jones, el otro, con menos lauros pero también laureado. Están juntos en una película que es un pasatiempo, pero permite verlos entrecruzados
en un reparto de lista única porque, claro, el orden involuntario de la vida señala que no se sabe si habrá otra oportunidad semejante. Eso es la «La Última estafa», una película que vale por ese conjunto de actores pero que, de antemano se sabe, no podrá apostar a premio alguno. Eso es suficiente
y por ahora basta. El filme no cae mal por la relativa calidad del argumento sino porque, como entretenimiento, no pocos necesitan esa especie de alivio que reclaman los tiempos inmediatos que se han vivido y que persisten
aunque con algo de alivio. Esto, por suerte, al bajar de manera lenta la estadística negra de la pandemia que azota a todos desde hace ya un año y medio. Tommy Lee Jones con menores premios en la vitrina de
su casa es aquí quien tiene un rol principal como un vaquero de los de antes, invencible y con algo de la ternura propia del perdedor.
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Eso del perdedor es un estigma en la cultura excluyente de los wasp (blancos, anglosajones y protestantes) que han manejado sin delegación a la potencia mundial desde su nacimiento. Pero siempre será válida para la épica del sueño americano
y para el mercado, que ha sido tan generoso en la devolución de atenciones con ese proyecto histórico en la visión de la Modernidad, tal como se entiende en el mundo desarrollado. Eso es lo interesante
de observar en el intertexto de la película que se exhibe con la participación de los tres grandes actores que por separado o en la suma, son leyenda. Los tres son perdedores en la trama fílmica dentro
de una sociedad que no tolera a quienes la idea del providencialismo calvinista considera abandonados de la mano de Dios. Uno de ellos no es un perdedor pleno, pero sí un marginal. Ese es el personaje que interpreta
Morgan Freeman: un afrodescendiente mafioso. Une en el personaje dos estigmas: en uno de ellos están los criterios estigmatizantes de una sociedad que aún no perdona ciertos estereotipos que la hacen reconocible en su doble discurso. La discriminación permanece en lo profundo de la imaginrio norteamericano.
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Pero el marginal afro tiene una virtud: adora el cine clásico de los Estados Unidos y es filántropo con los recursos que le brindan sus negocios turbios, aportando a la
producción cinematográfica de malos antecedentes. En otras palabras, a productores que no tiene posibilidades de triunfar. A uno de estos personajes, que no son escasos dentro de esa sociedad que necesita ser
exitosa, le cae el personaje de Robert de Niro: un productor de cine que no puede devolver el dinero que le facilita el malandrín porque lo que realiza se hunde en rédito de taquilla. El financista quiere recuperar
su dinero y para eso acude a los métodos de su actividad criminal, es decir, quiere hacer justicia por mano propia. Allí es que aparece la salida milagrosa: un nuevo libreto que promete la reivindicación
y el triunfo esperado luego de los intentos fallidos que le hicieron perder dinero. Es cierto que el proyecto no está exento de riesgos, pero la apuesta intuitiva y el cálculo temerario son parte de la misma
mentalidad que distingue a los norteamericanos.
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El proyecto requiere de la participación de otro fracasado que intenta poner fin a su vida, también con mano propia. Ese es el papel que interpreta Tommy Lee Jones, un
actor especialista en papeles duros. Representa al cowboy tradicional, el de las películas, el que hizo famoso John Wayne, entre muchos otros, y que posibilitó
cuando tuvo uniforme el quitarle a México el 67 por ciento de su territorio heredado de España, habitado por pieles rojas que hablaban su lengua tribal y el español. El habla universal que que dejaron
los colonizadores de la Nueva España y que los filmes de Hollywood ignoran en esos habitantes ancestrales de las praderas y desiertos del Oeste. Una maniobra cultural de largo plazo para en la pulsión por hacer
creer al mundo que esos indígenas pasaron de un salto desde sus lenguajes etnicos al inglés y a su hechizo universal. Un hechizo perverso que aspira a implantar el supuesto de que sin la lengua sajona es imposible
caminar por el mundo. Por encima de eso el nudo de la trama fílmica es el intento de asesinar al cowboy de leyenda para así cobrar un seguro que permita pagar deudas, en acuerdo con el mafioso. Pero el vaquero es duro de matar y allí surge el humor que es parte
de la trama. También rememora a un Peter Seller en «La Fiesta inolvidable» y a Bruce Willis, en «Duro de matar», pero aquí todo en broma.
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No es solo todo eso, también es el empeño por poner de relieve un cierto bajo mundo de la industria de Hollywood y los cruces que permiten advertir zancadillas entre
productores, artistas y los demás segmentos de la argamasa que está detrás de toda gran producción. La famosa saga de «El Padrino» puso en la mesa algo de esos vericuetos para nada heroicos y en los sótanos de las leyendas y los mitos construidos por la magia del cine y eso que se consideran
productos para la sociedad de masas y consumo. Porque el hedonismo, que es propio de estas socieades del tramo final de la Modernidad y de la modernización, no podrían serlo sin el cowboy fundacional y sin el cine que es reflejo de sus victorias y de sus miserias. Debía gregarse aquí la línea hedonista en su expresión estética,
luego de lo que brindó y sigue brindando el cine de Hollywood, al igual que el rock and roll. Eso deja completo un escenario histórico que comenzó en los años 30 del siglo pasado, justo cuando emerge la sociedad de consumo y de allí hasta lo que surge en los jóvenes
hijos de quienes combatieron en la Segunda Guerra Mundial, jóvenes con ansias de liberación y disfrute de lo construido por las sacrificadas generaciones anteriores, en las que no tenían cabida los fracasados.
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Fue aquella una visión de atropellada contra todo lo que se opusiese al Destino Manfiesto norteamericano, la que se cerrò con los hippies como contracultura y que corrió al tiempo con la derrota de Viet Nam, y sigue ahora con la retirada de Afganistán. En ese marco el filme también adquiere
más allá del pasatiempo, que no deja de serlo, toda esa carga antropológica de los Estados Unidos y de su intención histórica por exportar tal cosmovisión. La película se estrenó
hace una semana en Colombia, en tanto que en otros países de la región los estrenos han variado. En Buenos Aires lo hará en la primera semana del mes que ya aparece en la página del calendario.
Robert de Niro se muestra irreconocible al mojar pantalla desde la primera escena, personaficando al productor en retirada, Max Barber. Después hace su entrada un siempre identificable Morgan Freeman, como ese rencoroso
mafioso negro que en la ficción se reconoce como Reggie Fontaine, un apellido francés que evoca quizá un ancestro en el sur profundo de la mítica Lousiana, allí donde nació y se continúa
meciendo la dulzura del jazz. Tommy Lee Jones es el último en entrar en escena, interpretando al vaquero Duke Montana, con otro apellido emblemático. El filme es de George Gallo (aresprensa).
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