SANTA SOFÍA VUELVE AL ISLAM
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El trabajo persistente y consistente del autoritario presidente turco Recep Erdogan acaba de completar una parte fundamental del plan maestro para  afirmar sus aspiraciones de largo alcance. Es la progresiva marcha para  reislamizar el país con intención más política que religiosa -en términos de narrativa refundante- con evocación de lo que fue imperio turco cuatro veces centenario. La reconversión en mezquita de la que fue, hasta la mitad precisa del siglo XV, gran catedral bizantina de Santa Sofía en la renominada Estambul, no solo fue un hecho simbólico de fortaleza mayor, sino también un gran desafío al mundo, sobre todo al cercano cristianismo y a la Europa que no cree en los turcos.  Erdogan no podía dar marcha trás en un proyecto prometido, seguro de que con ello trascenderá en lo básico de su cultura y tendrá un mayor apoyo de la población que desde el sunismo sigue las enseñanzas del Profeta. El paso dado, no obstante el repudio occidental, es el fuerte de su larga presencia en el control de Turquía. Lo hecho es también un fuerte mensaje a sus enemigos que no son pocos y la trascendencia de ese mensaje más allá de sus fronteras alcanza a las zonas donde Turquía hace presencia en su confrontación bélica o política: Siria, Irán, Israel, Egipto, Libia y Argelia, sin excluir a Venezela. Lo que  vuelve con Santa  Sofía es un símbolo básico de la mentalidad empoderada de nostalgia por lo que fue el imperio turco, que ahora vuelve a volar alto y lejos.


El hecho consumado tiene antecedentes insoslayables. En primer término trae al presente la caída de Constantinopla en 1453, con la muerte del emperador Constantino XI y la entronización del sultán Mehmed II en la ciudad que tomó luego de un largo asedio, en el que la artillería pasó a convertirse en un arma fundamental de los ejércitos. Valga señalar que la urbe y puerto que fue icono del imperio bizantino, conocida como la segunda Roma, y emblema del cristianismo en el oriente europeo, no cayó por el duro asedio ni el efecto de los cañones sino por el “olvido” de una puerta abierta a un costado de las murallas que defendían la plaza: la llamada “kerkaporta”. Por allí entraron en masa los jenízaros del sultán al promediar la batalla definitiva, doblegando una resistencia que hasta ese momento había rechazado el acecho de dos meses.

De inmediato, luego de la caída de la plaza, y el mismo día, Mehmed dispuso que se convirtiera en mezquita el símbolo que había sido esa catedral, dominando desde su cúpula monumental todo el estrecho del Bósforo durante un milenio cristiano. Aquella cúpula era visible desde cualquier distancia perimetral por quien pudiese acercarse, fuese un viajero o un guerrero. En esas condiciones se mantuvo hasta la caída del imperio turco al final de la Primera Guerra Mundial.  Fue casi medio milenio en el que el credo religioso y razón de estado de los turcos pudo sostener como fortaleza e irradiación de poder. Fue también una fuerza religiosa y de autoestima que les permitió expandirse hasta Egipto y Arabia Saudita además de llegar a las puertas de la fortaleza persa que, al revés de la imperial Estambul, abrazaba la rama chiíta del Islam, mientras que los sucesores de Mehmed seguían los lineamientos de la otra poderosa perspectiva del Islam . Pero lo cierto, y más allá de lo representativo de Santa Sofía, es que al interior del imperio turco hubo cierta tolerancia religiosa para cristianos y judíos.

Incluso los sefarditas españoles encontraron refugio y apoyo en el centro islámico en que se convirtió Estambul. Esos cultos seguidores de Jehová que hablaban ladino y lo mantienen hasta hoy, ayudaron al sultán en la organización económica y administrativa de su imperio.  Al tiempo, siguió la confrontación con los  católicos de Roma y de Europa, incluso hasta el inicio del periodo moderno y más allá. Desde la gran metrópoli conquistada asediaron al resto de Europa y llegaron hasta las puertas de Viena, tomaron Budapest, y dejaron su huella cultural que produjo después otras guerras recientes en los Balcanes. Incluso dejaron las bases humanas para nuevos países como los actuales Bosnia y Albania. En esa pugna que incluyó a la famosa batalla naval de Lepanto, dejaron en Occidente tradiciones que, entre otras, persisten: las bandas militares en los ejércitos, además del señalado uso de la artillería.

En lo cultural estricto, quedó para Occidente el trozo de  tela en el cuello que llevaban en el uniforme algunos de los jenízaros como élite militar otomana, y delicias, como lo que es hoy el universal croissant francés. La confitura hizo antes tránsito por Viena acompañando  el café masificado en consumo también por los turcos, el cual adoptaron los austriacos  en tanto que la indumentaria complementaria para el cuello pasó a Francia a través de los mercenarios croatas y se convirtió en la reconocida corbata, además de los ascot o pañuelos de cuello, que usan hasta hoy no solo los elegantes de Europa sino de América Latina. Aquí suele ser  un adminículo unisex, como lo muestra el uso que le da la actual alcaldesa de Bogotá, doña Claudia López. Pero esta relación que parece trivial ante el despliegue que tuvieron los turcos que avasallaron la antigua Bizancio luego Constantinopla, para convertirla en la Estambul capital de imperios, dice de la importancia que para el autoritario mandatario turco tiene el volver al símbolo religioso que fue Santa Sofía, reconvertida en mezquita.   

Erdogan devuelve así el desprecio, que es milenario, hacia esa parte del mundo, frontera entre Oriente y Occidente. Se juntan en el desdén los  antecedentes de una Roma desde donde se miró siempre de reojo y cuando no de ninguneo, el desafío que significaba para su hegemonía la presencia de la Constantinopla cristiana. La separación de rito y concepción que se produjo a partir del primer milenio de cristinanismo, dice de ese sentimiento excluyente que persistió por encima de los ciclos  históricos. Las cruzadas también son muestra de tal actitud.  En la negativa de considerar de manera plena a Turquía como un país europeo, se hacen trizas los ideales de modernización que encabezó Kemal Atatürk, luego de la disolución del imperio inaugurado por Mehmed y que, entre tantas otras manifestaciones, produjo en 1934 que Santa Sofía se convirtiese en museo. El retorno a la condición de sede confesional de un edificio que resuma la historia del cruce de civilizaciones, es una cachetada de respuesta al  desprecio occidental de generaciones. No importa lo que ahora diga el  Papa (aresprensa).