PUTIN ETERNO |
ACTUALIDAD // DOXA // Publicado el 30 de julio de 2020 // 20.30 horas en Bogotá D.C.
El empoderamiento de Vladimir Putin al frente de los destinos y desafíos del Kremlin era previsible y se confirma. Su gestion de gobierno al tiempo autoritaria y evocativa está llena de simbolismos calculados que tocan la fibra profunda del alma rusa. No es el primero en hacerlo en coyunturas terribles para Rusia. Josif Stalin acudió a los grados militares monárquicos -como el de mariscal- y al sentimiento religioso irrenunciable de su pueblo para galvanizarloen 1941 y enfrentar la invasión alemana, incontenible en su etapa inicial. Es un truco siempre a la mano para conseguir más de lo que se enuncia. Putin conoce esos resortes recónditos de los rusos, de igual forma como los conoció su predecesor en la guerra, y acude a ellos para asegurar a sus seguidores que su presencia es demasiado rusa para las emergencias de un mundo confundido que, según ellos suponen, vuelve a necesitar de Moscú aunque sean los chinos los que disputan con mayor fuerza una hegemonía emergente. Una que dispute con los tradicionales ejes de poder mundial. El reciente “ukase” electoral con formato referendo que dio como ganador a Putin, asegura al mandatario de Moscú el tiempo hacia adelante que necesita para fortalecer el propósito manifiesto de que la voz del oso se siga sintiendo con contundencia en el mundo.
Algo para nada fácil, pero que al mismo tiempo puede ser manejado con la paciencia y constancia que caracteriza tanto al nuevo zar como a su pueblo. Ellos son un colectivo que ha pasado por demasiadas experiencias amargas en su larga historia, como para suponer con autoestima recuperada que no puedan superar las nuevas dificultades que se les plantean, tanto en el plano interno como en el que está más allá de sus fronteras. Hoy se mantienen las acechanzas del terrorismo islámico que erizan al Kremlin porque lo han sufrido en su barriga, al sur, donde las comunidades ancestrales ya les dieron dolores de cabeza en tiempo reciente y en el pasado remoto e imperial. Aquellas que reprimieron sin miramientos ni consecuencias, “a la rusa”, y con ancestro tártaro: no dejar piedra sobre piedra cuando la amenaza es desestabilizante. Así fue con los chechenos y con otros similares. No fueron los primeros ni los únicos que debieron aceptar la “pax rusa”, desde los tiempos en que tuvieron que hacer un esguince a la invasión sueca.
Aquella que destruyeron a las tropas de Pedro el Grande, en 1709, con contundencia, en Ucrania y a orillas del río Poltava. Una derrota que les quitó a los suecos para siempre y hasta hoy, las ganas de meterse en guerras a las que nadie los ha llamado. Ahora, en su capacidad de juego en la política internacional, y cuidando la delicada y siempre sensible barriga de la Federación que gobierna Putin, juega la suerte de su país en la zona del Mar Negro y desde allí hacia el Medio Oriente. Es por eso que anudó una alianza con Teherán, que le da cierta tranquilidad no solo hacia ese delicado vientre que desde el norte se asoma al Mar Negro sino que mantiene calmados, por el momento, a los turcos. Esto mientras sus buques de guerra siguen apostados en Siria, y sostiene su discutido apoyo en caliente a Damasco. Es así porque el apostadero naval en ese país es vital para el cuidado de la entrada al Bósforo, que controla Turquía, y la presencia de Rusia en el Meditarráneo, que sigue siendo un mare nostrum para el equilibrio de las costas europea y africana, e incluso también para ellos.
Tal presencia en el Meditarráneo y en el Oriente cercano es vital para Moscú si pretende mantener la señalada voz con fuerza en el mundo. Pero ahí no concluyen las razones por las que Putin se atornilla en el Kremlin, a despecho de las críticas a ese autoritarismo que se asemeja a los atavismos de control social oriental, tanto como a la búsqueda de reconocimiento en tanto país que también es Occidente. El titular ahora casi ad infinitum de la Federación Rusa tiene la llave del suministro de gas y la de la seguridad en la cadena de otros combustibles esenciales para Europa occidental. Es el control a la necesidad de abrigo frente a los crudos inviernos y mucho más que eso. Esa Europa que temió y le teme a Rusia, la necesita y Putin lo sabe. Sabe también del rechazo visceral que tiene un trasfondo inquietante: Moscú se considera a sí misma heredera de Bizancio, ayer Constantinopla y hoy Estambul. El águila bicéfala, que ya venía, y el sombrero monómaco que adoptó para su corona Catalina como símbolo de unidad del imperio, se afirmaron durante ese reinado de quien es también conocida como grande.
El recursivo Putin reimpuso esa ave de dos cabezas y mirada opuesta, como para señalar que no rompe con la historia que hizo importantes a su pueblo. Es por aquella reminiscencia de la Constantinopla doblegada por los turcos que Rusia se considera heredera de los bizantinos y es por ello, que se autovalora como la tercera Roma. Allí está la refulgente San Petersburgo, construida con el sacrificio y muerte de los prisioneros de Poltava, para enrostrar la herencia y la aseveración de que ellos sí son europeos y, al mismo tiempo, guardan en el cofre de su ancestro algo de los asiáticos vecinos que son parte de sí mismos, tal como son los tártaros, nietos de los jinetes mongoles. Los mismos que se asentaron y que llegaron como enemigos de las estepas. En el fondo de aquella otra historia, esos rusos también frenaron a esos invasores ante los nacientes “rus,” que se extendían desde Kiev hacia el norte del interminable paisaje que después hollaron los germanos, para obtener de igual forma resultados funestos. Entre estos últimos, primero fueron los caballeros teutones, que se hundieron en los lagos congelados. Después llegó Hitler y sus pesados tanques.
Otra pulseada reciente y positiva la tuvo Putin con China, para calmar cualquier desavenencia posible en la distante espalda oriental que, antes de 1939, le sirvió al joven general Zhukov para ganar sus primeros grandes méritos militares, al frenar a los japoneses al borde de Machuria. El resto es historia bien conocida. Pero queda por hacer un breve recuento de lo que es Putin en el interior de Rusia. Les devolvió la autoestima después de la desastrosa experiencia de la caída de la Unión Soviética y la disolución de su imperio socialista, que había salido del encierro europeo de centurias como resultado de la Segunda Guerra Mundial. Por eso no resultó casual el volver a la bandera imperial y al águila bicéfala. Es cierto que su gobierno es autoritario, como la tendencia viesceral del oriente y también de los zares o de los secretarios generales del Partido. También es real que no perdona a sus enemigos y estos terminan muy mal dentro de Rusia o por fuera. Pero eso también lo hacían primero los zares y luego los sucesores sangrientos que llegaron con la Revolución. Nada de eso parece importarle a los rusos que respaldan a Putin (aresprensa) *.
EL EDITOR
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