PUTIN EN EL PUNTO CULMINANTE |
ACTUALIDAD // Publicado el 12 de julio de 2023 // 13.00 horas, en Bogotá D.C.
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En comparación con Europa occidental Rusia siguió siendo durante un extenso periodo un país atrasado. Estuvo más atrás que la vecina Alemania entre el siglo XVIII y el siguiente, tiempos en los que tanto Inglaterra como Francia habían afirmado las dos grandes revoluciones de ese tiempo: la política entre los galos y la industrial en la jurisdicción de Londres. En otras palabras y de manera tan extensa como profunda Rusia permaneció fuera de ese ciclo histórico que se conoce como Modernidad. Tanto la industrialización como la democratización produjo cambios sustanciales en los modos de entender lo social y la relación con el entorno. Fue un giro diametral de lo que los alemanes llaman Weltanschauung, o visión de mundo. Goethe en el “Fausto” plantea allí en ficción literaria los más y los menos de esa transformación que hasta hoy construyó una civilización irreversible.
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Escribe: Rafael GÓMEZ MARTÍNEZ *
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En el entretanto, Rusia seguía manteniendo relaciones feudales en la interacción social, con la presencia del zar quien seguía teniendo una suerte de mandato divino. Los pequeños brotes de burguesía no lo eran a plenitud, dado el peso cultural del entorno. Esto si se considera que ese sector social, la burguesía propia del mundo moderno, no lo es solo por su posición económica sino en especial por su mentalidad y la manera de relacionarse con su espacio inmediato y extenso. Así lo entendió Marx en su obra, al considerar a la burguesía como la “única clase revolucionaria” vigente para su tiempo, mediados del siglo XIX. En la Rusia imperial la segmentación era por entonces brutal, un corte de cuchillo entre quienes tenían todo y una mayoría acosada por el hambre, el analfabetismo, la miseria y toda forma de marginalidad social. En el último tramo de los tres siglos en que los Romanov terminaron de conformar el imperio continental, el zar comenzó a sintonizarse con los nuevos tiempos. Esto comenzó durante la presencia de Catalina, la Grande en San Petersburgo. Ella, con su amante, Grigori Potemkin, logró una salida a aguas cálidas para el Kremlin, al anexar Crimea y alejarla de la amenaza turca.
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En ese punto es que comienza el giro diametral y el codo de otra historia ligada de manera visceral e inexorable con Ucrania y con la misma Rusia. Aunque luego se registró ya en el crepúsculo de ese extenso periodo de formación y expansión continental de la nación euroasiática, la derrota de Rusia en la llamada guerra de Crimea que, entre 1854 y 1856, enfrentó a una alianza de Turquía con Francia e Inglaterra, estas últimas determinadas a poner freno a la extensión del dominio de Moscú sobre esas aguas cálidas ya ganadas por Catalina. La bisagra sangrienta que tuvo por escenario a la península sobre el Mar Negro, no le permitió a Rusia llegar hasta el Bósforo, pero tuvo sus ganancias en la definitiva modernización de Rusia. El zar en esta etapa fue Nicolás I, quien murió un año después de la derrota. Siguió en el trono Alejandro II, el heredero inmediato de los emperadores que evocaron el poder absoluto, simbolizado hasta Pedro el Grande en el gorro monómaco, con pretensión de ancestro bizantino.
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Fue este Alejandro el que se decidió por formalizar la modernización del país, de la mano de los enemigos de ayer, que no perdieron la oportunidad de hacer grandes negocios con el atrasado y derrotado imperio. La modernización como ventura para salir de la rémora llegó acompañada de las desgracias y la decadencia que continuó hasta 1917, con la disolución de la monarquía. La apertura a Europa occidental no era nueva, la había comenzado aquel Pedro que hizo pasar a Rusia del reino al imperio y controló a Rusia también con puño de hierro, disolviendo la amenaza sueca en Poltava, Ucrania, en 1708. Pedro levantó a San Petersburgo tomando como espejo a Venecia y aprovechando el delta del río Neva. Allí, bajo el suelo pantanoso quedaron los huesos de los 25 mil escandinavos derrotados y prisioneros a orillas del río Poltava. El zar victorioso e iniciador del nuevo tiempo trató de imitar con relativo éxito algunas de las instituciones monárquicas que había conocido durante sus recorridos por el oeste europeo.
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Una anécdota del afán modernizador y europeizante de Pedro fue su orden de hacer afeitar a todos los nobles de su corte, los boyardos. Una leyenda que afirma la narrativa respecto a este emperador. Su sucesor distante, el Alejandro citado, terminó con las relaciones de servidumbre que eran propias y ancestrales del referido atraso social ruso. Después de la derrota de Crimea, el ministro de Economía, el conde de ascendencia alemana Serguéi de Witte, trazó las líneas maestras para el inicio de la industrialización del país, de la mano de la ayuda económica que prestaron las potencias occidentales vencedoras. En esta etapa la dirigencia rusa entendió que necesitaba insertarse en el mundo si quería seguir adelante con sus objetivos de afianzarse como una potencia importante, primero entre sus vecinos de Europa y, luego, en el orbe. En ese tiempo se desarrolló la red férrea que llegó hasta el Pacífico, lo que permitió la integración de los espacios que estaban más allá de los míticos Urales. Vale decir, la frontera natural entre Europa y Asia.
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Así se produjo una suerte de modernización forzada, que no alcanzó para paliar las crisis que sobrevendrían hasta inicios del siglo XX, con la caída de la monarquía. Pero en ese marco sí surgieron nuevas ciudades y cambios trascendentales en las relaciones internas, siempre bajo la amenaza de la tensión y el estallido social, el que finalmente tomó su deriva definitiva, a partir de la derrota naval rusa ante Japón en 1905. Un periodo de turbulencias que terminó con tres siglos de zarismo y la entronización del comisariato bolchevique, en 1917. En esa nueva etapa de esta nueva monarquía, que pretendió ser del “proletariado”, pero fue en realidad de la “nomenklatura”, los comisarios afrontaron las guerras internas y las que le planteó un entorno geopolítico temeroso, afirmaron los cinturones de seguridad con el domino sobre los países del entorno, profundizaron la industrialización y se tragaron incluso a Ucrania, que fue el territorio donde surgió el primer “rus”, el de Kiev. No podría entenderse lo que hoy pasa sobre este país sin estos antecedentes.
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En el ahora, la concepción de mundo propia de la Modernidad atraviesa crisis globales de las que esta guerra europea, por el momento limitada a Europa, es una evidencia. La ambición trabaja y el músculo bélico también se podría decir parafraseando un tango de Gardel. Putin no ha podido cumplir con su estrategia inicial sobre Ucrania y ambos países se encuentran en el “punto culminante” de la acción armada, en la categoría conceptual que concibió Carl Klausevitz: si ninguno gana la guerra de acuerdo con los planes previos, eso podría ser el preludio para un desastre mayor que afectará las pretensiones de cualquiera de los dos y para el resto de la región e incluso del mundo. En ese marco de indefinición la salida nuclear sería una opción incluso sin que importe si es suicida y lo ocurrido con la deserción del grupo Wagner del teatro de operaciones aumenta la confusión propia del aludido punto culminante.
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La actual guerra en Europa oriental no es otra cosa que la prolongación de esta historia y de lo ocurrido con la caída de la Unión Soviética, hace tres décadas. Putin trata de reconstruir el imperio que dejaron los zares y restablecer el cinturón de seguridad con los países que rodean al macro país y estuvieron de manera clara y dura bajo hegemonía rusa indiscutible, luego del resultado de la Segunda Guerra Mundial. Pero hay historias que no pueden repetirse, al menos no de la misma manera en que lo fueron. Ese drama lo afronta ahora el gobierno de Moscú con el asedio al territorio ucraniano. La confrontación está desde hace meses en su “punto culminante” y la idea de un paseo militar como ocurrió con países como xx, en estos veinte años de control de Putin sobre el Kremlin, quedó atrás. Al amesetarse la confrontación quien tomó la iniciativa corre el riesgo de perder todo lo alcanzó en la etapa preliminar. Lo dice Clausevitz, el principal teórico militar y clásico de la modernidad en esto de la guerra (aresprensa).
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