MARADONA: SE FUE LA LEYENDA, NACE EL MITO
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ÓRBITA FÚTBOL  //  Publicado el 02 de diciembre de 2020  //  10.45 horas, en Bogotá D.C.

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A una Semana de su Muerte

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Hay una diferencia vertical, incontrastable, incontrovertible y comprobada entre el mundo del átomo y la dimensión cósmica. Lo dicen los físicos cuánticos y lo insinúa Einstein en su teoría de la relatividad. Pero el universo es uno solo y así devienen esas dos dimensiones desde el fondo de los tiempos. Dos mundos en contraste, que son uno. Algo similar ocurre con los seres humanos y sus humanas contradicciones que, a veces, rayan en la miseria y a veces se sumergen en ella, en la miseria humana. Diego Maradona fue un ejemplo en vivo de esa moneda y de sus dos caras. Un mundo personal lleno de contrastes y altibajos que fue la tornavuelta de la genialidad y transparencia en el quiebre y conclusión de una jugada. Algo que también demostró en demasía no solo con el manejo de la pelota sino también en la relación con compañeros e incluso rivales. La misma que le hizo ganar tantos afectos irrenunciables, los que se vieron ahora cuando el astro argentino dejó este piso y pasó a la historia grande del deporte. El mamarracho de Estado que fue su despedida oficial, bajo responsabilidad del gobierno argentino de los Fernández, contrasta al tiempo y en lo colectivo con la sensibilidad exaltada de quienes lo despidieron en multitud. Los huéspedes de circunstancia de la Casa Rosada insisten en reafirmar que han convertido al país austral en una patética “Banana republic”. Eso en simultánea con el hecho de que el astro despedido por su pueblo y por el mundo, transitó en vida la doble dimensión aludida.

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Escribe: Néstor DÍAZ VIDELA

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Una de esas dimensiones fue la perversión tercermundista de apostar siempre por dictadores marginales de la ética política y de la democracia, entre otros tantos desvíos. La otra fue la gloria de oponerse a los abusos de las poderosas mafias deportivas Por eso disparó alguna vez la sentencia de que “la pelota no se mancha”. Algo que junto con el virtuosismo de su manejo en el campo, y el reconocer en público los errores que deformaron su vida, con el simultáneo llamado a sus jóvenes seguidores para que no recorriesen el mismo camino del error y de su costo, le permitieron aliviar la condena eventual de la opinión, por los carriles oscuros que transitó en muchos momentos de su vida. El milenario Kybalión señala que “...como es arriba es abajo...”, para indicar que existe una comunión de opuestos en la existencia y eso incluye la complejidad de recorrer senderos inesperados de los que a veces es difícil salir y no siempre se sale. Maradona murió solo y en desgracia física suprema, aun cuando tenia la capacidad económica suficiente como para evitar el marco de indignidad con que se fue del mundo, dentro del círculo que estuvo a su lado en los días postreros.

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Maradona pisó en un tramo largo de existencia la miseria de la que puede ser capaz cualquier ser humano y, al tiempo, lo sublime de su arte deportivo y de su capacidad de entrega en generosidad. Sus contravías vitales cubrieron un gran arco de posibilidades: se enfrentó al poder y se dejó también tentar por el abrazo villano del poder investido de relato revolucionario. El propio Maradona fue un revolucionario concreto en eso de desprenderse de una parte de sus intereses y bienes personales para brindar su mano tendida a no pocos humildes, incluidos algunos de sus compañeros y rivales en la cancha. En el mismo giro fue el superdotado que doblegaba en cadena a los adversarios en las alternativas de un partido, y fue el mismo que se negaba a reconocer a los hijos que dejaba por el camino, para luego reconciliarse con algunos de ellos. Ese fue Diego Maradona, amado y odiado con la misma intensidad, controversial en la polémica que encaraba a flor de piel, sin cálculo de diplomacia alguna. La despreciaba. Así fue, como lo dijo alguna vez: “...soy de criterios en blanco o negro, no soy hombre para los grises...”.

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Así vivió hasta el último día de su existencia, casi ninguno de los que más amaba estuvo a su lado cuando dejó el mundo. Las pelea que mantenía de manera frecuente con aquellos que llevaban sus genes lo condenaban a la soledad, no obstante de se fue rodeado de un pequeño séquito de colaboradores, elegidos pero quizá demasiado interesados en eso de estar cerca del astro. Él siempre fue consciente de que era usado, porque su nombre era una marca de éxito comercial y eso movilizaba ambiciones irrefrenables en su entorno de circunstancia o en aquel que no es posible negar, como no lo es cuando se trata de la herencia de sangre. Su negativa a la ambivalencia tenía un costo y siempre estuvo dispuesto a pagarlo. Esa fue parte de su leyenda, y también de circunstancias que lo golpearon sin clemencia. Al salir del plantel en competencia durante el Mundial de los Estados Unidos, allá por 1994, debido a su afinidad ya irreversible con las drogas, señaló con los brazos caídos en lo anímico: “me cortaron las piernas...”. El astro ya había comenzado a trastabillar antes de aquel corte abrupto y metafórico, que derivó en la eliminación rápida de la Argentina, equipo que por entonces estaba en condiciones de alcanzar su tercera estrella mundialista.

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Aquella que le había sido negada a la Argentina cuatro años antes, en la final de Italia 90, cuando ya Maradona estaba enfrentado al poder corrupto de la Fifa. También en los Estados Unidos la Fifa se frotó las manos cuando el conjunto de Alfio Basile quedó fuera del torneo universal por las diabluras personales del genio con cola de paja. Se volvía a castigar la contracara condenable de aquel jugador imparable que ya era leyenda vigente. En Itallia 90, el poder mafioso de la entidad mundial había contado con la complicidad también corrupta del árbitro Edgardo Codesal. En los Estados Unidos no hubo necesidad de un sicario del silbato. El propio Maradona elaboró su desgracia. Ya desde su paso por Nápoles y quizá incluso desde Barcelona, Diego Maradona había comenzado su temprana relación con las drogas y eso lo perseguiría hasta el final. Se recompuso en etapas posteriores, pero ya se sabe que un adicto jamás se cura. Luego vinieron otros hundimientos y, en su etapa final, fue el alcohol junto con los medicamentos inevitables la cruz que lo acompañó en las semanas finales de una vida que siempre contó con el amor irrefrenable de millones.

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Ese afecto multitudinario fue innegociable. A Maradona se le perdonaba todo, casi como fue insoslayable el aceptar las bajezas de una deidad en los mitos griegos. Sus pasos y tropiezos se detenían en la leyenda de quienes lo adoraban y perdonaban en sus debilidades manifiestas, sin pedir algo a cambio, salvo sus goles y dribles. Nada se interponía entre él y quienes lo adoraban. Tampoco nada después, cuando se retiró de las canchas, más allá de ver en pantalla con deleite y nostalgia renovada, las cabriolas y gambetas con las que evitaba de manera exitosa tanto a los rivales como a la lluvia de patadas que le lanzaban para impedir su llegada al arco contrario. Esto último siguió en el tiempo, en un camino menos afortunado como entrenador de equipos, incluida la selección de su país. El hechizo de la leyenda persistió en sus millones de seguidores. Fue resistente esa afinidad anónima en multitud a las nuevas caídas, calaveradas y reiterados fracasos. Nada alteraba la dispensa social permanente de quienes lo idolatraron y él no paró de desafiarla. Sabía que tenia inmunidad e impunidad garantizada porque así son los hechiceros cuando son virtuosos. Él lo había sido con la pelota en el pie, en la cabeza y con la mano.

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Esa mano mágica o divina en lo incorrecto de la norma y en lo sublime del triunfo. Aquella que él mismo llegó a decir que, ante los ingleses, fue “la de Dios”. Maradona fue así en el encanto irresistible que debe contener la leyenda, pero nunca la del mito porque esa otra categoría debería corresponderle a quienes están más allá de la experiencia mundana. Fue leyenda por su juego, carisma y fortaleza anímica para tolerar los extremos que exige el deporte de élite y el acoso de la fama. Magia sublime con la que había arrastrado al triunfo a sus compañeros de equipos, y al respeto reverencial de no pocos de sus adversarios. Tanto, que alguna vez el famoso Carlos “Pibe” Valderrama dijo: “...donde vaya Diego ahí estaré yo...”. Valderrama fue aquel icónico capitán de la Selección Colombia, que había humillado al encopetado equipo de Alfio Basile con un 5-0, en 1993, durante un partido de eliminatorias realizado en Buenos Aires y en camino a Estados Unidos 94. Esa derrota catastrófica obligó a la Asociación del fútbol argentino a llevar de vuelta a Maradona a la Selección de la que había sido excluido, pero que en esa hora calamitosa ente los colombianos había quedado al borde de la eliminación.

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Valderrama dijo lo que dijo porque Maradona estaba empeñado en aquellos años por formar un sindicato mundial de jugadores, para oponerse a los excesos de la Fifa con quienes ponen la piel en el campo de juego y se lucraban más de lo imaginado con la caja menor y mayor del fútbol mundial. No lo logró en ese momento pero el deterioro que causó en la institución universal de ese deporte la voz y el indice en alto del astro, derivó sin duda mucho después en consecuencias jurídicas y penales. La deriva se produjo hace unos pocos años, contra directivos que hasta hoy pagan cárcel, en procesos que todavía no concluyen. Por no ser pecho frío ni “hombre de grises”, tampoco tuvo empacho en señalar de forma contundente que su archirrival en la gloria, Pelé, le había “vendido el corazón a la Fifa” y que Lionel Messi, su compatriota y heredero en el amor de los hinchas no tenía “alma de líder”, como él sí la había tenido. El haber jugado casi todo el certamen con un tobillo reventado y las lágrimas después de la final, con un penal ladrón que le dio el triunfo y el título a los alemanes en aquella Italia 90, muestra de lo que fue capaz Maradona para merecer la honra y devoción colectivas.

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Así fue ese Maradona, genio y figura. ”Humano, demasiado humano” hubiese dicho quizá de él, aquel Nietzsche también mirado con sospecha y rechazo en su tiempo, si hubiesen coincidido en la época. También el pensador tudesco podría haberlo imaginado como una suerte de Superhombre, o Übermensch, de la misma forma que lo hubiese supuesto cualquier alemán entendido en estos temas. Hubiese sido entonces un personaje posible de figurar en la obra “El Origen de la tragedia”. Porque nada más cercano a lo trágico dionisíaco y al tiempo en lo glorioso apolineo, que ese Diego Maradona mostrando sus contradicciones vitales. La diferencia entre el mito y la leyenda está en que la última suele vincularse con hechos históricos. El mito en cambio es una narración que, incluso si se pudiese vincular con la vida real del pasado, es en realidad un relato tangencial o que se sumerge en la esfera de lo épico y metafísico. Ya el astro argentino no podrá aportar algo más, bueno o malo, a una leyenda que queda acotada a la relación histórica. El mito ahora permitirá a la épica y evocación de lo que fue Diego Maradona superar en la alusión de sus innumerables apologistas aquello que no pudo trasmutar en vida: convertir en símbolo áureo todo lo que recorrió y tocó, salvo la pelota convertida en sus pies en un objeto dorado y adorado (aresprensa).

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VÍNCULO EXTRAÑA ELIMINATORIA