CRÍMENES CONTRA DESARMADOS |
ACTUALIDAD // DOXA // Publicado el 24 de julio de 2020 // 21.30 horas en Bogotá D.C.
Los atentados que crecen contra quienes fueron cuadros de las Farc, aquellos que se desarmaron y aceptaron las condiciones de una paz posible aunque aún se sienta lejana, ensombrecen la gestión del presidente Iván Duque. Es así haga lo que haga el mandatario colombiano en la intención enunciada de sacar adelante los acuerdos suscritos en el gobierno anterior. La oposición no le cree y hace ruido al respecto, en tanto que el fuego amigo dentro de quienes lo han respaldado ayuda en la culpa que construyen los de enceguecido sesgo impugnador. Es probable que haya algo de razón en aquello de que existen poderosos sectores no solo políticos sino también sociales que mantienen la intención de “hacer trizas” los cuestionados acuerdos de paz que firmó el ex presidente Juan Manuel Santos.
Pero es poco creíble que haya una negligencia solapada como consigna política en la actual administración del país, para no avanzar en lo firmado como responsabilidad de Estado. Tampoco cabe el imaginar que exista alguna forma de tolerancia con los operadores de la muerte, quienes tienen como blanco tanto a líderes sociales como a subversivos desmovilizados. El fracaso relativo del gobierno es por no haber podido impedir la ola de asesinatos, que no se frena por sí misma y no lo hará por la debilidad de partida y también estructural de las instituciones. Eso está a la vista en las actuales circunstancias que se cruzan dentro de las zonas de confrontación y en el marco de la pugnacidad política que tampoco amengua en el país cafetero. Pero el señalamiento constante y el machacar sobre la tragedia que crece es una oportunidad que para la perfidia no se puede dejar pasar.
La ola de asesinatos tanto de quienes empuñaron alguna vez las armas contra el orden institucional así como contra los líderes que son atacados, se mantienen con repetición inaudita en las zonas de choque letal que perviven dentro del país. Lo real en la hora es que más allá de la voluntad política del actual gobierno al respecto, las muertes en serie son provocadas en su casi totalidad por las bandas armadas que continuaron aquello que dejaron de hacer tanto las Farc en plenitud como quienes los confrontaron también desde la ilegalidad. Resulta evidente que ambos vectores dejaron herederos bien fundamentados en eso de dejar una estela de muerte, con su secuela de miseria, viudas y huérfanos. Son asesinatos tanto individuales como masivos. Los victimarios suelen también atacar a familias y allegados, sin distingos de edad o género. Son las conocidas masacres que siguen impactando.
Las acciones criminales del llamado Eln y otros grupos por fuera de la ley, tienen un alto grado de responsabilidad en todo lo que ocurre en el ahora contra aquellos que ya no empuñan armas o nunca las tuvieron en sus manos y que en la superficie representan de manera tácita la voluntad de eludir el comprometerse en acciones violentas. Los que apostaron al debate político razonado y perdieron la voluntad de persistir en la lucha armada, entendieron que no tenía sentido enfrentar de esa manera al orden instituido. Una actitud que moviliza las sospechas y alienta ánimos contrarios entre quienes persisten en la violencia. Algo que incidiría contra ellos en los ciudadanos que habitan las localidades calificadas aún como “zonas rojas”. Es cierto que los cuerpos de seguridad oficiales tuvieron que ver en el pasado inmediato con la muerte de algunos de aquellos que los enfrentaron con las armas, pero la responsabilidad de la ola criminal que no ceja aparece marcada por quienes se mantienen en el rechazo a las ofertas de paz y convierten en sospechosos y enemigos a quienes las han aceptado.
El reciente traslado de los residentes temporales de una de las zonas de ubicación de los ahora desarmados, en la zona antioqueña, muestra la dimensión del riesgo que afrontan quienes renunciaron a seguir el camino violento y son ahora amenazados por quienes fueron sus asociados o de otros similares vinculados de manera evidente con regionales economías ilegales. El narcotráfico o la explotación minera marginal es parte del soporte financiero de tales grupos impugnadores de salidas pacíficas y son ellos los que ven un obstáculo en los líderes sociales o en quienes dejaron atrás la amarga experiencia de la guerra y no quieren retornar a la misma senda. Los que resultan ahora víctimas de las nuevas camadas de violencia tienen todas las razones para imaginar que los asesinos tienen a los ahora desarmados como primeros en las listas negras. Ellos, los que siguen siendo subversivos y no aceptan los condiciones de la paz, consideran “traidores” a los no armados.
Estos últimos ahora nuevamente desplazados y que fueron curtidos combatientes, marchan otra vez con sus familias y enseres, cargando con un martirio agregado además de la desconfianza y actitud de exclusión de no pocos segmentos sociales. Estos, aunque no aceptan el renovado exterminio, los siguen viendo con desconfianza y aceptan su presencia a regañadientes en cercanías de los asentamientos sociales normales. Las quejas de los amenazados tácitos o de hecho no solo tienen que ver con el acecho de la renovada violencia contra sus vidas y privacidad relativa, sino con una probable laxitud del gobierno para reforzar los espacios de seguridad. Una debilidad que contrasta con la capacidad y obligación que tiene el Estado con ellos, como compromiso vigente e irrenunciable. También las quejas apuntan a las demoras en el cumplimiento en los compromisos de respaldo a los proyectos productivos que deben hacer viable la reinserción de quienes hasta no hace mucho tiempo tenían sus manos sobre el gatillo, en lugar de arados y semovientes mínimos que en la contingencia son un único patrimonio familiar. La sumatoria de asesinatos crece y no coinciden las cifras al respecto.
Entre los datos que da el gobierno, las agrupaciones de víctimas del crimen serial -junto con las que brinda el propio partido Farc- y los organismos internacionales por su lado, aparecen los hechos contundentes. Lo cierto es que los números aunque contradictorios resultan inaceptables como mensaje al exterior y hacia la aspirada tranquilidad interior del país afectado. Esos números oscilan entre unos doscientos y algo más quinientos en los últimos dos años. Fuese una base o un techo, los datos resultan ser una estrella negra para la actual gestión presidencial y en nada ayuda para la muestra de una buscada gobernabilidad y gobernanza del golpeado país, en lo que hace a indicadores de violencia. En esa curva aparecen datos que producen algo más que una la simple alarma, para nada fortuita. Los índices de pobreza estructural que crecerán como efecto de la pandemia dicen por anticipado que es este otro factor que aumentará las condiciones de mayor erosión y vulnerabilidad en la seguridad de las víctimas potenciales. La última masacre ocurrió en la convulsionada zona fronteriza norte entre Colombia y Venezuela, hace unos días. El paso de los asesinos por allí dejó ocho víctimas en un solo episodio luctuoso (aresprensa) * .
EL EDITOR
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* La columna Doxa expone la posición editorial de la Agencia de prensa ARES