CORONAVIRUS IV: MISERIAS AGREGADAS |
CORONAVIRUS IV: MISERIAS AGREGADAS
Dentro de la emergencia que produce la expansión del coronavirus emerge con fuerza el estigma de la corrupción, castigando a los más vulnerables. Tanto Colombia como la Argentina dieron al respecto y otra vez una pauta que debería sonrojar. Al tiempo, el aumento de fallecimientos y contagios en Brasil le estalla en la cara al presidente Jair Bolsonaro, quien insiste en su fundamentalismo religioso como paliativo de las consecuencias fatales que trae el virus. Un dislate evidente para un supuesto hombre de Estado y otra disruptiva actitud de irresponsabilidad e inconsciencia. Emula tal frescura del brasileño, a contrapelo de la realidad, lo hecho por el presidente Trump y el primer ministro inglés, Boris Johnson.
Este último, entre el ahogo de la asfixia por su estado grave debido a la peste, debió tragarse sus palabras de adoptar con liviandad el golpe de la pandemia. El argentino Alberto Fernández, por su lado, se vio obligado a despedir a 15 funcionarios del ministerio de Desarrollo Social por un hecho similar al ocurrido en Colombia: despiadada corrupción en la compra de alimentos para sectores vulnerables. Lo nada curioso es que los echados son parte de la saqueadora pandilla kirchnerista que acompaña al presidente austral. En actitud y acción estas formas de miseria humana corren en paralelo con las consecuencias de la crisis que afecta a países y a gentes sin distinción alguna. El coronavirus es democrático y no respeta arrogancias de memoria aristocrática en ningún bando de disputa ideológica.
No han sido los únicos desenmascarados en la crisis mundial. Allí está como en un obsceno acto circense el nicaragüense Daniel Ortega, quien no aparece en público desde hace un mes. Al tiempo que su cónyuge, quien ejerce como vicepresidente, ahora parece manejar a cara descubierta la finca en la que ambos y sus asociados convirtieron a Nicaragua. El tropicalismo de la pareja, en la presunción revolucionaria, llamaría a risa si no fuese una parábola política trágica de la literatura propia del realismo mágico. Ellos, los que combatieron al clan familiar de los Somoza a nombre del sandinismo emergente hasta derribarlo, han reconvertido al país en otra sangrienta colonia. Esta vez ya no de los norteamericanos, odiados por el sandinismo y sus compinches ideológicos, sino de Cuba y Venezuela. Vaya gracia, el cambio de amo.
En el birlibirloque, el entretenimiento de construcción de un ilusorio nuevo canal interoceánico, anunciado hace pocos años, sirvió para enmascarar el lavado de dinero que le deja a Nicaragua el ser paso al tiempo voluntario que obligado -como también lo son Guatemala, Honduras y El Salvador- del río de narcóticos que viene de Sudamérica por Venezuela y otras rutas alternas. Un elaborado y antiguo proceso que ya se inauguró con el primer paso de los sandinistas por el poder en los años 80, con el saqueo a las arcas de un estado casi de papel, que administra a uno de los países más pobres de América Latina. Un juego asqueante de estos “revolucionarios” que bajo el nombre de “la piñata” sirvió de estrategia copiada por otros focos de corrupción de la izquierda regional. Entre estos, el llamado kirchnerismo de la Argentina que siguió los pasos de los nicaragüenses.
Debe recordarse en la misma línea, cómo estos sandinistas prepararon a los restos de la guerrilla argentina que asaltó el cuartel de La Tablada, en 1989. Pero ahí no termina todo: la trágica represión a la oposición del país, que se mantiene con centenas de víctimas fatales fue un preludio de esta otra tragedia. La que está en curso y en paralelo, la cual además no tiene en primer plano desde hace unas semanas el rostro del neogorila Daniel Ortega. Se ignora si su paso a una desconocida retaguardia responde a un plan político en gris, o se encuentra enfermo. Debe recordarse que hasta hoy tampoco se sabe de qué ni cuándo murió en verdad un alter ego de Ortega, el ex presidente venezolano Hugo Chávez, de la misma manera que existen fundadas dudas de las cifras que se dan en Caracas sobre el impacto de la plaga en el país caribeño. El gobierno de Ortega también se desentendió e hizo befa de las alertas iniciales sobre el virus.
La pandemia sigue quitando máscaras revolucionarias de la misma manera como se las quita a los otros fundamentalistas que pululan en el bando enfrentado. Esos otros también juegan con la población y la convierten en una víctima, a la que se supone deberían conducir hacia un horizonte mejor. El presidente Trump es un protagonista en ese otro bando y no es el único junto con Jair Bolsonaro y su “país tropical” que se suponía “abençoado por Deus” (bendecido por Dios), el que junto con Ecuador tiene la mayor cifra de casos mortales y de contagiados. En eso evoluciona la simple “gripinha” con la que el mandatario del Planalto definió el cuadro de situación. Ahora sus ciudadanos pagan las consecuencias de la miseria conceptual de Bolsonaro, fruto de su maximalismo religioso, con desprecio al consejo de los científicos y médicos propios. Los médicos y en general el personal de servicios en salud han sido, son y serán la carne de cañón de la hora.
En Colombia ya son dos los galenos fallecidos por no haber podido superar las consecuencias del contagio. Debe decirse sobre el punto que al margen de la discriminación que sufren estos trabajadores por parte de ciudadanos colombianos y también argentinos, hay más. Esos discriminadores deberían engrosar las páginas literarias de Borges en su “Historia universal de la infamia”, pero también deberían estar en esos relatos, autoridades y directivos que no proveen -como lo dice la letra de la ley y disposiciones derivadas- elementos de resguardo para proteger sus vidas y seguridad con suficiencia. A esto se suma el que en muchos puntos del país cafetero no se asignan los fondos para el pago de salarios a médicos y asistentes, los que están por debajo, muy debajo, de los merecimientos propios de esos oficios y profesiones. En diversos hospitales y clínicas colombianas las deudas y atrasos en esos pagos oscilan entre los tres meses y el año. Miserias e infamia agregadas e injustificables.
Amarrado a la descripción aparece de manera constante este otro trágico monstruo que se remoza en la región: el de la corrupción. En Colombia, los organismos de control están escarbando los contratos de las últimas semanas hechos con los recursos destindos a la ayuda alimentaria a los sectores ya precarizados antes de la vigente crisis y ahora en mayores condiciones de vulnerabilidad. Las bolsas de alimentos básicos para los colombianos como el arroz, el aceite comestible y otros elementos fundamentales para la dieta, fueron comprados a precios muy por encima de los valores del mercado. Tales subas oscilaron entre 20 y un 70 por ciento. Una razón de sonrojo que no es nueva sino estructural en el tejido de la clase política local, con funciones en lo público, pero que bajo las actuales circunstancias son más hirientes como estigma en lo social. Algo similar ocurrió hace pocos días en la Argentina con compromiso corrupto directo del poder ejecutivo, vía el ministerio de Desarrollo Social que encabeza el politólogo Daniel Arroyo.
La consecuencia fue la barrida de una decena larga de funcionarios de esa cartera, comprometidos de manera directa con la compra bajo sobreprecios que en algunos casos alcanzaron más de un 50 por ciento en artículos de primera necesidad, destinados a los más carenciados en los cinturones de miseria del conurbano de la capital federal argentina. Nada de esto es novedad en las estructuras del Estado tanto en Colombia como en la Argentina. El señalamiento vía estas columnas no tiene que ver con noticias que no lo son al respecto, sino porque ambos países y sus clases políticas son emblemáticas en tal lacra regional. De la misma manera como lo son los referidos gobiernos de izquierda, con pretendida pureza aún definida en autorreferencia como “revolucionaria”. En todos estos casos, la miseria humana y política se hace más evidente con la pandemia (aresprensa).
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