BARBARIE EN BOGOTÁ |
La novedad es el hecho concreto y conocido. Lo que resulta para nada novedoso es la situación oprobiosa en sí misma: el trato violatorio de todo derecho, sin excusa ni justificación posible, contra quien aparece en condición constante de víctima y vulnerabilidad potencial mayor. Porque un trabajador en oficios varios, servidor de un edificio de apartamentos, tiene precariedad social y estructural desde el origen y lo más probable es que, a lo largo de su vida, aumente esa condición asimétrica y eventual minusvalía concreta. El trato violatorio a la dignidad humana y más allá de los límites que lastiman el sentido común está ahí para generar víctimas de manera constante, cuando se enerva el despotismo medieval de inquilinos y propietarios. Dentro de ese marco resulta obsceno e impresentable el trato que recibió esa trabajadora humilde del edificio Luz Marina, en plena zona coqueta del norte de Bogotá. Los operadores directos de la canallada fueron Óscar Osorio Rojas, presidente del Consejo de administración del edificio mencionado y la administradora María Fernanda Vargas. Pero todos los residentes de la propiedad son también responsables asociados y merecedores del repudio generalizado.
Fue en el sector de El Nogal, que es equiparable a lo que podría ser La Recoleta en Buenos Aires, Barrancos en Lima o Ñuñoa en el oriente de Santiago de Chile. Descripciones geográficas que sirven para ilustrar de lo que se está hablando. En ese conjunto residencial la víctima, Edy Fonseca, sufrió lo que es literalmente un secuestro y el amarre al oficio casi en condición de esclava todo terreno, como fueron y siguen siendo los esclavos antiguos y modernos. Ello, al ser obligada como trabajadora del edificio a permanecer “condenada” al servicio de vigilancia y limpieza del inmueble en propiedad horizontal, durante el mes de cuarentena prolongada, durante las 24 horas del día, en abril pasado. En ese sitio, además de la vigilancia, fue extorsionada y obligada bajo pena de despido, al aseo de la superficie externa de los apartamentos, que son 21. En el tramo final de la “encomienda” indígena -forma colonial de esclavitud- y enferma tanto por el esfuerzo como por el maltrato se le notificó del despido por “traerle problemas” a sus patrones.
Lo ocurrido adquirió estado público y la indignación generalizada tuvo repercusión inmediata en medios masivos y en redes sociales. Pero, debe reiterarse, no es el único ni excepcional en la sociedad colombiana en particular. Debe agregarse que es una manifestación más de un cierto aire de suficiencia social que campea, con frecuencia enmascarado en términos culturales, como una forma de ser de los latinoamericanos. No es solo en Colombia que suceden casos como este. No son tampoco la excepción por el hecho de tomar estado público. Esto es una prolongación de esa matriz que genera también aquel reiterado ¿“...Usted no sabe quién soy yo...”?, que es extendido en Colombia cuando alguien supone que tiene privilegios para violar la ley y afrentar al servidor público que lo reconviene desde una presunta asimetría social entre el desafiante y el humilde uniformado, quien debe hacer cumplir la ley.
Ocurre incluso entre quienes no tienen uniforme, pero uno de ellos, el desafiante, supone que tiene una supuesta relevancia de clase que le permitiría atropellar al otro ciudadano, el que padece la asimetría en el estrato socioeconómico. O lo hace y lo hizo aquel emergente ídolo del fútbol, ahora ya retirado, que hace años en un aeropuerto maltrató a un periodista, porque él ganaba en Italia un salario varias veces mayor que el que podía exhibir el comunicador. Todo esto sirve también para ilustrar que se trata de una estructura generalizada -de la manera como lo define Pierre Bourdieu- que se manifiesta en los más diversos órdenes de la sociedad. Esa matriz se llama barbarie, sin mayores predicados y su pureza de piedra negra y siempre está en condiciones de atormentar al infinito con casos reiterados y recurrentes. Es reiterativa porque por alguna razón, por ejemplo, el Perú y el Ecuador, aún miran de soslayo a sus cholos ancestrales.
Porque la barbarie no es carencia de ilustración. Esa que brindan la escuela o el colegio y los estudios superiores. No, se trata de algo más profundo, de algo que está por debajo del imaginario, como esquema funcionalista para el comportamiento cotidiano, que a veces permite enmascarar la madera de la que está hecho un individuo o un grupo social. En el referido ejemplo de hace pocos días en Colombia hay otra muestra de larga duración: los hijos de las clases dirigentes no cumplen la obligación del servicio de las armas al país, de apenas un año. Estos suponen que los únicos que deben morir en los traumatismos sociales internos son los pobres, no ellos. Por su lado los que impugnan a diario a las clases dirigentes con todo tipo de epítetos descalificadores e insultos, también muestran su matriz bárbara de manera persistente y sin embages.
Lo hacen buscando la impunidad de los verdugos propios, condecorados también con estrellas negras por sus crímenes de lesa humanidad perpetrados durante décadas, en tribunales acomodados para darle formalidad al esguince de la ley. O tomando como ejemplo de vida a aliados de bárbaros delincuentes como lo es el magistrado argentino Eugenio Zaffaroni, abanderado del abolicionismo penal que maltrata a la víctima del criminal y considera que el ciudadano de bien debe ser revictimizado por ser “parte del sistema”. La barbarie no hace distingos de pelambre social ni máscara ideológica. Lo es a secas, sin predicados. El perverso sometimiento a la esclavitud de la empleada, despedida hace unas semanas del edificio Luz Marina en la capital cafetera, no exime de la propia barbarie de los impugnadores, expuesta a cada paso, por parte de esos que se creen voceros autoconvocados de los maltratados de la tierra y suponen de manera mesiánica que tienen el discurso y las acciones salvíficas a la mano.
Ellos ya han demostrado en el último siglo que son tanto o más bárbaros que los impugnados del sistema que dicen aborrecer, al tiempo que disfrutan de su mieles cuando pueden y la alcanzan, sobre todo si esas mieles están en las arcas del Estado. Así y tal como también lo hacen no pocos de los del sistema social impugnado. Eso se demostró en la administración de la alcaldía de Bogotá hace algunos años, como acción bárbara de corrupción, en tanto desprecio al ciudadano. La esclavitud moderna como esa señalada en el caso del edificio de propiedad horizontal en el oriente de la metrópoli andina, es también despreciable. Pero en sentido inverso, por la catadura de la condición humana, demostrada por los que están en el polo fuerte de la asimetría referida y el olímpico desconocimiento de los derechos del otro. En este caso la humilde víctima del atropello. Antes de las sanciones penales y laborales que sobrevendrán los bárbaros perpetradores merecen la vindicta pública, como en efecto ya ha sucedido y aquí se reitera (aresprensa).
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