¡ADIÓS, AUTE!, FILIPINO UNIVERSAL |
Patrimonios Culturales // Letras // Publicado el 06 de marzo de 2020 // 17.15 horas, en Bogotá D.C.
¡ADIÓS, AUTE!, FILIPINO UNIVERSAL
Fue un artista de casi todas las artes, o al menos varias de ellas, variadas y suficientes para un renacido en el espíritu del Renacimiento, como en efecto él lo era. Fue filipino, español, latino, universal. Es esa, desde aquí y en el ahora, la síntesis sobre un hombre que acaba de morir a la altura de sus empoderados 76 años. Una larga vida golpeada en el inicio y, sobre el final, en su corazón por el destino, hace cuatro años. Debilitado luego del incidente médico se recluyó en su espacio familiar y allí falleció el sábado pasado. Cubrió desde su creatividad y linaje todos los espacios posibles, que alcanzó dentro de la universalidad hispana. Representó así a esos casi 700 millones de seres, los que son herederos y al tiempo parte de lo que se construyó desde España y la América ibérica, hasta el Asia, y hasta hoy. Ese fue Luis Eduardo Aute, con un rico legado para la humanidad, que ya era imborrable durante su existencia. Ahora lo es más, y mucho más elevado de lo que fue en vida terrena, a partir de su memoria. Le dio brillo a su nombre como pintor, horizonte de vida que adoptó desde niño, para después subir el relieve creativo como poeta, narrador de simplezas en diferentes expresiones estéticas, autor de canciones y, para completar, como cantante de la vida. Así como lo hicieron en sincronía y en su misma lengua irrenunciable, un Alberto Cortés, o un Joan Manuel Serrat, o un Joaquín Sabina. También como lo ha hecho el cubano Silvio Rodríguez, con quien Aute compartió escenario y canciones.
Escribe: Néstor DÍAZ VIDELA
Nunca volvió a esa Manila, lugar de su nacimiento en 1943, que lo marcó para siempre de manera indeleble. Primero con unas señales subjetivas únicas y, después, en sutiles evocaciones a lo largo de su obra, desde España. Muy distintas las dos realidades: la primera tropical y contundente, el holocausto manileño de la Segunda Guerra Mundial, los primeros trazos y senderos por la pintura, junto con la exclusión del gobierno filipino hacia los descendientes de españoles, apenas ocurrida la independencia definitiva del país insular, en 1946. Eso además de la experiencia precoz en tres lenguas muy diferentes: la raizal española -en retroceso por los años aciagos en los que Aute inició presencia en el mundo- el tagalo ancestral de la gran isla de Luzón donde está la capital del archipiélago -herramienta usada para entenderse con sus amigos de infancia- y el inglés, impuesto allá a trancazos y prohibiciones desde unas 4 décadas atrás de su fecha de nacimiento. Una experiencia de caleidoscopio que se ancló luego en el castellano de Cervantes, porque también podía manejar el español catalán de su padre.
Eso hasta fijar residencia para toda su vida restante en Madrid, al cumplir sus 10 años de vida y algo más. También pasó por Francia, pero esa fue otra historia más valedera para la enriquecedora experiencia estética, que fue el norte de su paso por el mundo. A lo particular de su condición de políglota desde el arranque, agregó en el crecimiento y los viajes, el francés para el uso cotidiano en tierras galas, y el italiano que cierra el círculo de su condición latina irrevocable. Un formidable soporte cultural que le brindó un equilibrio al hecho de que, como Borges o García Márquez, no pasó ni completó estudios en universidad alguna ni otra forma de educación superior que lo hubiese pulido en su capacidad de creador. No lo necesitó porque lo suyo fue la universidad de la vida. Fueron esos bruscos y múltiples cambios ocurridos desde la cuna los que “formatearon” su manera de mirar y decir del mundo y de las gentes. El variopinto de sus experiencias, en sitios y culturas distintas lo llevó a autorreferirse como un “apátrida”. También fue una manera elegante de hacer una crítica elíptica a la dirigencia filipina, la que tan mal trató a los descendientes de españoles, apenas los norteamericanos los dejaron comenzar a manejar los destinos del país asiático.
Ese estado insular, que había sido modelado de manera indiscutida por españoles y mexicanos durante más de tres siglos, rechazaba después de la independencia la presencia de sus fundadores, y de su lengua. En efecto, porque una de las medidas inmediatas de la nueva ciudadanía y nacionalidad surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, fue el declarar a los descendientes de los arquitectos de lo que nació bajo el nombre de República de Filipinas, como “colonos-extranjeros”, negando sus derechos fundamentales, acumulados en generaciones de presencia en esas islas. Un antecedente de lo que había sido y terminó de perpetrarse como complot para hacer un vaciamiento radical en contra de la lengua española, que había sido oficial hasta 1998 y se mantuvo como herencia moribunda hasta mediados de los años 70 del siglo XX. Esto había sido acompañado con el holocausto norteamericano sobre la población nativa que abrazaba el habla de Cervantes. Un genocido que comenzó con la llamada Guerra Olvidada de resistencia hacia el intruso y advenedizo colonizador, a partir de fines del siglo XIX y hasta mediados de la primera década del siglo siguiente.
Aquella guerra de rechazo a la presencia de los Estados Unidos, iniciada en 1898 en el germen de nación insular que había perdido España, junto con las de la Micronesia -Guam, Marianas y Carolinas- sobre el Pacífico, además de Cuba y Puerto Rico en América, dejó a Filipinas con una pérdida de un 20 por ciento de su población. Por entonces la futura nación insular tenía unos 10 millones de habitantes. Aunque la gran tragedia, el holocausto, llegó en 1945 sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, con la lucha casa por casa en Manila y en otras zonas del país, para retomar el control que tenía el Japón desde 1942. Eso fue lo que vivió Aute -junto con sus padres y otros de la familia- en la inocencia plena de sus escasos dos años de edad. Durante la masacre ellos se refugiaron en un ala del Hospital General de Manila, ubicado en el sector que se conocía como La Ermita, a la vera del río Pásig en el norte de la ciudad, mientras los bombarderos norteamericanos machacaban de manera inclemente la ciudad hasta dejarla reducida a escombros y sepultando entre las ruinas los cuerpos de unos 200 mil habitantes.
La urbe, que antes del señalado holocausto tenía 600 mil residentes, quedó reducida a poco nada. Fue una carnicería humana, hecha a conciencia criminal en una táctica de aniquilamiento que se denominó “bomb carpets”: alfombras de bombas. Eso hacía que por efecto del bombardeo no quedase piedra sobre piedra, con gente adentro de los edificios, casi todos civiles. Eso de aniquilar a gentes desarmadas e indefensas tenía propósitos bien definidos, que estaban más allá de la intención de doblegar a una guarnición japonesa que no superaba los 15 mil hombres. En los barrios más castigados de la capital filipina, estaba la población indígena que hablaba español. Lo hecho se hizo a sabiendas de que el Japón no podría remontar la derrota. Fueron los barangays -barrios- de La Ermita, ya nombrada, Malate e Intramuros, entre otros, los que más sufrieron las bombas. Intramuros era el sector amurallado de la ciudad, semejante a Cartagena de Indias en Colombia. Todos estos barrios eran un patrimonio de la presencia de España, y sus restos luego de la guerra terminaron siendo demolidos de manera intencionada, y no aceptándose la pedida reconstrucción como monumentos y herencia que eran.
Los norteamericanos no respetaban áreas, atacaron por igual hogares, escuelas, hospitales e iglesias. Una anécdota relata la negativa de un piloto norteamericano católico, negándose a bombardear una de los principales templos, que como todos estaba repleto de refugiados. El resto lo hicieron los japoneses a la bayoneta, para completar el crimen de guerra generalizado. En eso, en el aniquilamiento de la población civil, coincidieron en alianza tácita los ejércitos enemigos, que se enfrentaron en febrero de 1945 con la población manileña de rehén y víctima. El hospital donde se escondía la familia Aute fue destruido en una parte y el olor de los cadáveres inundó las áreas apenas sanas del edificio. Para colmo de males no había posibilidad de acceder a alimentos ni agua potable. La carencia casi absoluta se prolongó por 15 días y lo que no hicieron las bombas estuvo a punto de hacerlo el hambre y la sed. La casa familiar sobre la calle Ayala quedó reducida a sus cimientos. La matanza colectiva hizo definitivo que el habla española dejara de escucharse en las calles y sitios públicos de Manila. El aporte mayoritario de muertos lo habían hecho los hispanoparlantes nativos, como lo había sido de manera continuada desde que los americanos llegaron al Archipiélago.
Después de ese golpe postrero, las nuevas autoridades de la Tercera República dieron varios golpes más para eliminar de manera definitiva al español como lengua oficial de las islas y de buena parte del patrimonio histórico que las identificaba. Los Aute, como tantos otros, que desde la rama materna eran criollos filipinos de origen español con varias generaciones de presencia allí, pasaron a ser “apátridas” como se definió a sí mismo Luis Eduardo, ya adulto y famoso en el mundo por su contribución a las artes. La familia se embarcó de vuelta a España hacia 1954, y allí comenzó la traza larga de la otra historia. La relación de Aute con la pintura se había iniciado en Manila, de la mano del padre, quien estimuló la afición por los libros sobre vida y obra de los clásicos y las clases de trabajo aplicado con el pintor local Antonio García Llamas. El resto fue la evolución de quien toma el camino trazado más allá de una pasajera afición de párvulo. Esto con un detalle, aunque hablaba y entendía el español debió esforzarse por la formación académica inevitable en la lengua de arrastre, porque la educación primaria en Manila habia sido en inglés. Ese remontar de su lenguaje en diferentes nichos tiene algo de lo que se dice en chascarrillo sobre el origen de la personalidad colectiva de los filipinos: “...300 años de convento y 50 de Hollywood...”.
Una suerte de bipolaridad social en la relación entre el constructo católico, que venía, amarrado con la visión del relato cinematográfico, el que fue una de las herramientas que sirvió a los americanos para imponer su visión del mundo sobre aquella sociedad golpeada por las hegemonías, así como también por la pobreza y la exclusión. Fue una búsqueda constante entre “...lo divino y lo humano, entre el sexo y el cielo...” Aquella cuna tropical, sensual y evocadora que le había dejado Manila, continuó durante su paso por una Cuba -incluso por razones médicas- que era un paisaje terreno y humano similar al de su niñez y preadolescencia, pero del otro lado del mundo y sin repudiar el castellano. Por eso también el cine fue parte de su andar de evocador consuetudinario. La poesía abrazada a las canciones le permitió transitar los otros senderos de su labor creativa. La poiesis lo hizo armar un género propio: los “poemigas”. que recogen la tradición japonesa de los brevísimos haiku. Por todo eso debe suponerse que un gobierno bárbaro como el de Rodrigo Duterte, que también niega y reniega de la herencia de la hispanidad en Filipinas, estará ausente del homenaje merecido al bardo universal que nació en Manila (aresprensa).
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